lunes, 26 de diciembre de 2016

HUELLAS DE LA CREACION DEL CONCEPTO DE " DIOS"

Hace unos 30.000 años Dios aún no existía, pero la especie humana llevaba ya más de dos millones de años enfrentándose sola a su destino en un planeta inhóspito; sobreviviendo y muriendo en medio de la total indiferencia del universo. Unos 90.000 años atrás, una parte de la humanidad de entonces comenzó a albergar esperanzas acerca de una hipotética supervivencia después de la muerte, pero la idea de la posible existencia de algún dios parece que fue aún algo desconocido hasta hace aproximadamente treinta milenios y, en cualquier caso, su imagen, funciones y características fueron las de una mujer todopoderosa. La concepción de un dios masculino creador/controlador —tal como es imaginado aún por la humanidad actual— no comenzó a formalizarse hasta el III milenio a.C. y no pudo implantarse definitivamente hasta el milenio siguiente.
Santo Tomás de Aquino, en su Summa contra Gentiles, afirmó que «Dios está muy por encima de todo lo que el hombre pueda pensar de Dios». La frase, a pesar de su aparente profundidad, transmite un vacío desolador. ¿Por qué no decir, por ejemplo, que la razón está muy por encima de todo lo que el hombre —en especial si es teólogo— pueda pensar de la razón? El universo entero también está muy por encima de nuestras cabezas y de los conocimientos que tenemos el común de la gente pero, sin embargo, la ciencia, a base de pensar que no hay nada tan lejano que no pueda ser investigado, ha acumulado datos y certezas que sobrepasan años-luz cuanta sabiduría fue capaz de atesorar el gran santo Tomás. Quizá Dios, efectivamente, esté demasiado alto para nuestros limitados razonamientos, pero antes de dar la tarea por imposible deberemos reflexionar, al menos, sobre si puede haber o no alguien ahí arriba (o donde sea que pueda residir un ser divino). La madeja no será fácil de devanar, pero en el intento residirá la recompensa.
A pesar de que «Dios» es un concepto de reciente aparición dentro del proceso evolutivo de nuestra cultura, su fuerza innegable ha incidido sobre el ser humano de tal manera que éste ya nunca ha podido sustraerse al poderoso influjo que irradia la idea de su existencia, de la de cualquier dios, eso es de algún ser supremo dotado de capacidad para regir todos los elementos del universo material e inmaterial y, aspecto fundamental, animado de una personalidad tal que permite que su voluntad inapelable pueda ser alterada en favor de los intereses humanos, mediante la negociación y el pacto, cuando la ocasión resulta propicia.
El concepto de «Dios» resulta tan fundamental para nuestra existencia reciente sobre este planeta, que la mera presunción de su realidad —gobernada a través de las instituciones religiosas— ha focalizado y dirigido la formación de las culturas, ha cambiado radicalmente las pautas individuales y colectivas de las relaciones humanas, y ha llevado a alterar profundamente el equilibrio ecológico en cada uno de los hábitats conquistados por el Homo religiosus. Basta con la sola evocación de Dios para que en cualquier grupo humano se encastillen posturas, se desborde la emocionalidad y, en definitiva, se produzca una clara división en dos bandos o visiones de la vida irreconciliables: la postura creyente y la no creyente. En el nombre de Dios, de cualquier dios, se han hecho, hacen y harán las más gloriosas heroicidades, pero, también, las fechorías y masacres más atroces y execrables.
El mundo que conocemos ha sido modelado por Dios, sin duda alguna, pero la cuestión fundamental radica en saber si la obra es atribuible a un dios que existe y actúa mediante actos de su voluntad consciente, o a un dios conceptual que sólo adquiere realidad en el hecho cultural de ser el destinatario mudo de las necesidades y deseos humanos.
Del primer tipo de dios se ocupan las religiones y, según ellas, no admite discusión ni precisa de pruebas. Existe porque existe, y todo, absolutamente todo, prueba su existencia, incluso el mismo hecho de poder dudar de ella. Dios es el origen y el fin de todo cuanto se pueda conocer o imaginar, por tanto, nada hay ni puede haber fuera de él. Las religiones parten de una posición viciada en origen al invertir la carga de la prueba, eso es que no demuestran fehacientemente aquello que afirman —la existencia de Dios— y, de modo implícito —cuando no bien explícito— descargan la responsabilidad probatoria en quienes defienden la inexistencia de cualquier divinidad. En este caso, la propia substancia de lo que se discute lleva necesariamente al absurdo desde el punto de vista lógico y racional: unos creen porque sí («tienen fe») y otros niegan también porque sí («son ateos»).
Del segundo tipo de dios, en cambio, se ocupa la historia, arqueología, psicología, antropología y demás disciplinas científicas que intentan abarcar y comprender la variada gama de comportamientos humanos que conforman eso que hemos dado en llamar cultura o civilización. De este tipo de dios conceptual sí que existen innumerables pruebas materiales que permiten abordar su análisis y discusión. Los formidables indicios acumulados sobre este tipo de dios le identifican con el primero —el dios creador/controlador de destinos cuya existencia se presume real— pero, a diferencia de éste, su rastro puede seguirse hasta los mismísimos albores de su nacimiento entre los hombres.
¿Puede un dios eterno, principio y fin de todo, creador del ser humano, haber querido permanecer oculto a los ojos de los hombres hasta hace apenas unos pocos miles de años? ¿Puede ese dios haber querido privar conscientemente a sus criaturas, durante cientos de miles de años, de las normas que hoy se proclaman fundamentales y de los ritos indispensables para la «salvación eterna»? ¿Cómo y cuándo se manifestó Dios por primera vez? ¿Por qué se dio a conocer a través de tantas y tan diferentes personalidades y creencias?...
Quizá Dios se haya limitado a comportarse como un deus otiosus (dios ocioso), tal como lo describen las más importantes religiones autóctonas de África, que creen que el Ser Supremo vive apartado de todos los asuntos humanos. Los akans, por ejemplo, creen que Nyame, el dios creador, huyó del mundo debido al terrible ruido que hacen las mujeres cuando baten ñames para hacer puré. Si de justificar su pertinaz ausencia se trata, es muy probable que Dios pudiese encontrar en nuestro mundo actual miles de razones aún más poderosas y graves que las esgrimidas por los akans. Eso podría explicar que tengamos un planeta hecho unos zorros y Dios permanezca insensible a los ruegos humanos: no es que Dios no exista, es que no está; se limitó a crearnos y nos abandonó a nuestra suerte. Quién sabe. El concepto de deus otiosus no deja de ser profundamente inteligente, ingenioso y realista.
Las religiones, como institución formal, llevan unos pocos milenios publicando la naturaleza de Dios y hablando en su nombre, pero las formas y atribuciones de Dios son tan numerosas y diversas y los mandatos divinos que emanan de ellas son tan variados y contradictorios, que resulta francamente difícil hacerse una idea de Dios. ¿Es como el viejecito barbudo y presuntamente bondadoso que muestra la Iglesia católica en su iconografía más clásica? ¿Es como el heroico Shiva de la tradición hindú, presentado siempre en poses hieráticas? ¿Es como El, el dios creador cananeo representado como un funcionario político de máximo rango? ¿Es como Osiris, el dios egipcio con cabeza de halcón? ¿Es como la Venus de Willendorf, la diosa más famosa del Paleolítico, de formas carnales desmesuradas? ¿Es como el ser no representable de la tradición judía, musulmana y de tantas otras? ¿Es como Caos, el fundamento de la más antigua cosmogonía y teogonía helénica? ¿Es como el Big bang de la ciencia moderna? ¿Es como quién o como qué? Y, si cada doctrina divina cambia radicalmente en función de las épocas y de las culturas, ¿cómo saber cual es el verdadero mensaje divino? ¿cómo saber la razón por la que Dios muda su doctrina tan a menudo? ¿quién garantiza la palabra de quienes garantizan la palabra de Dios?
La dicotomía entre el concepto de «Dios» y las estructuras religiosas, mal que les pese a éstas, es evidente y resulta fundamental para no confundir una posible causa de naturaleza no específica —nada impide que denominemos «Dios» a cuanto pudo haber (¿?) en el instante previo a la organización de la materia atómica que dio lugar al nacimiento del universo— con una estructura basada en la explotación de tal probabilidad al transformarla en un dogma o creencia acrítica (práxis de las religiones); saber separar lo supuestamente causal (Dios) de lo claramente instrumental (religión) evitará también «tomar el nombre de Dios en vano», un vicio troncal de cualquier sistema religioso. Por este motivo no escasean los científicos —en particular físicos, astrofísicos y cosmólogos— que, al ocuparse del origen del cosmos, aceptan dejar una puerta abierta a la posibilidad de alguna «razón organizadora», pero se la cierran a cualquier planteamiento teológico.
Es bien conocida la sentencia de que «un poco de ciencia nos aleja de Dios, pero mucha nos devuelve a él», pronunciada por Louis Pasteur, uno de los científicos más notables del siglo pasado, pero la simplicidad —que no simpleza—, plasticidad, belleza y capacidad enunciadora de esta frase no debe llevarnos necesariamente a conclusiones religiosas. Quizá, tal como afirma el cosmólogo británico Stephen Hawking —principal avalador, junto a Roger Penrose, de la teoría del Big bang—, «si descubrimos una teoría completa [que abarque la interrelación de todas las fuerzas de la Naturaleza, eso es el sueño científico de la TGU o Teoría de la Gran Unificación], debería ser algún día comprensible en sus grandes líneas por todo el mundo, y no sólo por un puñado de científicos. Entonces, todos, filósofos, científicos e incluso la gente de la calle, seríamos capaces de tomar parte en la discusión acerca de por qué existe el universo y nosotros mismos. Si encontramos la respuesta, será el último triunfo de la razón humana, porque en ese momento conoceremos el pensamiento de Dios.»
Aunque el pensamiento científico, debido al método de adquisición de conocimientos que le caracteriza, se opone al pensamiento religioso —sin que ello represente contradicción ninguna para los científicos con creencias religiosas—, la fuerza probatoria del primero hace que algunas de las más notables religiones monoteístas actuales se acerquen a la ciencia con la intención de arropar sus dogmas sobre la existencia de Dios en determinados descubrimientos.
En este caso está, por ejemplo, la aceptación que tiene la teoría cosmológica del Big bang por parte de la Iglesia católica, un hecho que señala claramente Stephen Hawking —en su libro Breve historia del tiempo— cuando apunta que «la Iglesia ha establecido el Big bang como dogma» y, al mismo tiempo, con elegante malicia, recuerda una afirmación lanzada por el papa Juan Pablo II, ante una reunión de cosmólogos, cuando conminó a estudiar la evolución del universo después del Big bang, pero sin entrar a investigar en el mismo Big bang ya que ese era el momento de la Creación y, por tanto, de la tarea de Dios —objeto de la teología, no de la ciencia—. Ante una postura tan taimada del Papa, podría decirse también, parafraseando a Pasteur, que si bien mucha ciencia nos devuelve a Dios, demasiada puede dejarnos definitivamente vacío de contenido su concepto. Si el Big bang realiza el trabajo creador de Dios, éste pierde todo su sentido y función, es decir, deja de existir científicamente[i].
La formación del universo, según la teoría del Big bang —«Gran bang», gran explosión—, avalada por importantísimos hallazgos científicos recientes, tuvo lugar cuando una región que contenía toda la masa del universo a una temperatura enormemente elevada se expandió mediante una tremenda explosión y eso hizo disminuir su temperatura; segundos después la temperatura descendió hasta el punto de permitir la formación de los protones y los neutrones y, pasados unos pocos minutos, la temperatura siguió bajando hasta el punto en que pudieron combinarse los protones y los neutrones para formar los núcleos atómicos.
Si se demuestra definitivamente que existe una creación continua de materia cósmica, tal como propone la teoría del Universo Estacionario o principio cosmológico perfecto de Herman Bondi, Thomas Gold y Fred Hoyle, el universo pasaría a verse como un complejo mecanismo autorregulador con capacidad de organizarse a sí mismo hasta el infinito; una propiedad natural que haría innecesario el tener recurrir a algún dios para justificar el origen de la materia.
Desde otros modelos científicos, como el del Universo Inflacionario, propuesto por Andrei Linde y Alan Guth, se sostiene que nuestro universo forma parte de un inmenso conjunto de universos salidos de un «universo-madre», del cual se desgajó inflándose hasta estallar en un Big bang, un proceso que, según esta hipótesis, aún sigue repitiéndose en otros universos y también en el que nosotros existimos, y puede estar generando otros universos nuevos; esta teoría cosmológica tampoco necesita explicarse sobre la base de algún principio organizador divino ya que postula un proceso que no tiene principio ni fin.
 El astrofísico Igor Bogdanov, basándose en la llamada constante de Planck, realizó una afirmación críptica pero muy definitoria cuando dijo que «no podemos saber que sucedió antes de 10-43 segundos del Big bang, un tiempo fantásticamente pequeño que guarda en potencia el universo entero. Todo eso está contenido en una esfera de 10-33 centímetros, es decir, miles y miles y miles de millones de veces más pequeña que el núcleo de un átomo.»
En lo que atañe a nuestro universo, surgido hace unos 15.000 millones de años, salta a la vista una pregunta de simple lógica: ¿existía Dios 10-43 segundos antes del Big bang? y, de existir, ¿qué era y dónde ha estado hasta hoy? La ciencia aún no puede responder qué pasó en ese espacio y tiempo prácticamente inexistentes, pero eso no justifica, ni muchísimo menos, la afirmación gratuita de quienes, como el epistemólogo Jean Guitton, defienden que la mejor prueba de la existencia de un ser creador es que existen límites físicos al conocimiento.
Parece obvio que una visión teleológica[ii] del cosmos es infinitamente menos inquietante y resulta más gratificante que su contraria, pero, al postular que todas las leyes naturales que rigen la evolución del universo fueron diseñadas, en el marco de un «proyecto cósmico», con el fin de poder posibilitar la vida humana sobre este planeta, se peca gravemente de antropocentrismo, egocentrismo y acientificismo.
Los conocimientos biológicos actuales demuestran sin duda alguna que hasta el presente hubo cientos de miles de proyectos fallidos en los procesos evolutivos de las especies, eso es que cientos de miles de especies de todas clases siguieron caminos no viables que les llevaron, más pronto o más tarde, a su extinción; un proceso de selección natural que no ha concluido todavía y que seguirá en marcha mientras quede algún resquicio de vida en este planeta. En este contexto biológico, el hombre no es más que una de las especies supervivientes —por ahora— a la evolución de los ecosistemas terrestres.
En el supuesto de que exista algún dios creador/controlador, la evidencia de tantos cientos de miles de organismos vivos fracasados —mal planteados— desde su mismísima concepción, sólo podría sugerir que éste dios carece de habilidad y experiencia para crear seres vivos con eficacia o que disfruta lanzando a la vida a seres irremisiblemente condenados; en el mejor de los casos, podríamos llegar a la conclusión de que Dios también crea empleando los mismos mecanismos que son propios de la Naturaleza y de los humanos, eso es mediante el proceso del ensayo-error, cosa que, obviamente, no le puede hacer acreedor ni de la más mínima ventaja o superioridad sobre ningún ser vivo.
Al filósofo holandés Baruch Spinoza (1632-1677) no le faltaba razón cuando escribió que el finalismo o teleologismo «es un prejuicio desastroso, que nace de la ignorancia natural de los hombres y al mismo tiempo de una actitud utilitarista (...) a la vana, aunque tranquilizadora, ilusión de que todo está hecho para el hombre, se añade la mentalidad antropomórfica corriente, la cual, interpretándolo todo desde el modelo artesanal, impide el conocimiento de la necesidad absoluta, induciendo así a la superstición del Dios personal, libre y creador.»[iii]
Otro filósofo, el cultísimo enciclopedista francés Denis Diderot (1713-1784), ateo convencido después de ser educado por los jesuitas —de hecho fue encarcelado tres meses por criticar el teísmo en su obra Carta sobre los ciegos (1749)—, y famoso en su época por ser un brillante polemista, no supo que contestarle al matemático Leonard Euler cuando, durante un encuentro en la corte de la reina Catalina II de Rusia, éste le espetó: «Señor, (A+B)N/N = X, luego Dios existe. ¿Qué me responde a eso?»
El notable físico y matemático francés Pierre-Simon Laplace (1749-1827), referencia obligada para el estudio de la teoría de las probabilidades, en cambio, sí habría sabido responder a la fórmula envenenada de Euler con al menos tanta eficacia como la que demostró cuando Napoleón le interrogó acerca del lugar que ocupaba Dios en su teoría de un universo-máquina sin principio ni fin, expuesta en su Tratado de mecánica celeste (1799-1815). «Señor —le contestó Laplace al emperador—, no he tenido ninguna necesidad de manejar esa hipótesis.»
Tras siglos de debates filosóficos acerca de la existencia o no de un principio ordenador del universo y de un finalismo antropocéntrico, la cuestión sigue hoy abierta y candente dentro de muchos campos científicos. Así, mientras unos sostienen que la vida que conocemos es producto de una larguísima cadena de casualidades —difícilmente repetibles, pero casualidades al fin y al cabo—, otros argumentan que sólo un milagro intencionado puede explicar la conjunción de las muchísimas condiciones que son necesarias para que se produzca la vida.
El concepto de «Dios» es tan atractivo que incluso científicos que se han declarado agnósticos, como los físicos Heinsenberg o Einstein, han escrito ensayos, denominados místicos por algunos, en los que rozaban la idea de «Dios», pero de un dios absolutamente ajeno a la figura investida de atributos antropomórficos que postulan las religiones. «Sé que algunos sacerdotes están sacando mucho partido de mi física en favor de las pruebas de la existencia de Dios —le escribía Albert Einstein a un amigo, en una carta en la que negaba el rumor de su supuesta conversión al catolicismo—. No se puede hacer nada al respecto; que el diablo se ocupe de ellos.»
En cualquier caso, quizá todos los modelos científicos capaces de explicar la formación del universo tienen su límite en el llamado teorema de la incompletud de Gödel. Este teorema, postulado por Kurt Gödel (1906-1978), una de las figuras más importantes de toda la historia de la lógica, afirma que «dentro de todo sistema formal que contenga la teoría de los números existen proposiciones que el sistema no logra “decidir”, o sea, que no logra dar una demostración ni de ellas ni de su negación».
El teorema de la incompletud implica que ningún conjunto no trivial de proposiciones matemáticas puede derivar su prueba de consistencia del conjunto mismo, sino que debe buscarla en una proposición que esté fuera de él, algo aparentemente imposible para la metodología matemática y empírica en que se fundamenta la investigación cosmológica actual. El hecho de que siempre haya enunciados verdaderos indemostrables, que permanecen fuera del campo de las deducciones lógicas, «no significa —según señaló el físico Paul Davies— que el universo sea absurdo o carente de sentido, sino solamente que la comprensión de su existencia y propiedades cae fuera de las categorías usuales del pensamiento racional humano.»
Dentro de este espacio de incertidumbre formal que deja abierto el teorema de la incompletud de Gödel siempre puede volver a anidar la esperanza en la existencia de Dios, cosa que sin duda seguiremos propiciando ad infinitum los humanos; la falta de respuestas a algunas de las claves de nuestra existencia y el miedo a nuestro destino tras la muerte siempre serán más poderosos que la fuerza probatoria de los descubrimientos científicos que contradigan la visión teísta del universo.
 De todos modos, resulta evidente que cuando uno comienza a interrogarse racionalmente sobre todo lo que rodea a Dios se da cuenta de que no puede llegar a conocer nada con certeza, ni su naturaleza, ni su existencia. Siempre cabe, claro está, refugiarse en los textos sagrados de cualquier religión que, cumpliendo la función para la que fueron escritos, dan certezas absolutas mediante evidencias preñadas de sí mismas y que repudian la lógica de la razón puesto que se han conformado dentro del subjetivismo de la emoción; pero éste es un camino que sólo sirve a quien busca, necesita o tiene ese tipo de dinámica mental que conocemos como fe, una actitud directamente relacionada con los procesos psicológicos derivados del pensamiento mágico (y que estudiaremos en los capítulos 2 y 3 de este libro).
La fe, sin duda alguna, puede mover montañas, pero jamás podrá explicarnos cómo se formaron o de qué están compuestas esas montañas que ha logrado desplazar. La fe en Dios, en su existencia y accesibilidad, puede tener innumerables ventajas para el psiquismo humano, pero resulta un instrumento absolutamente inútil para intentar conocer algo sobre dicho ser supremo, objetivo que, por encima de cualquier otro, alienta el trabajo que se plasma en este libro.
El gran sociólogo Emile Durkheim (1858-1917) centró muy bien el punto de mira cuando, en 1912, al referirse al conflicto entre la ciencia y la religión, afirmó: «Se dice que la ciencia niega por principio la religión. Pero la religión existe; es un sistema de datos; en una palabra, es una realidad. ¿Cómo podría la ciencia negar una realidad? Además, en tanto que la religión es acción, en tanto que es un medio para hacer que los hombres vivan, la ciencia no puede sustituirla, pues si bien expresa la vida, no la crea; puede, sin duda, intentar dar una explicación de la fe, pero, por esa misma razón, la da por supuesta. No hay, pues, conflicto más que en un punto determinado. De las dos funciones que cumplía en un principio la religión hay una, pero sólo una, que cada vez tiende más a emanciparse de ella: se trata de la función especulativa.
»Lo que la ciencia critica a la religión no es su derecho a existir, sino el derecho a dogmatizar sobre la naturaleza de las cosas, la especie de competencia especial que se atribuía en relación al conocimiento del hombre y del mundo. De hecho, ni siquiera se conoce a sí misma. No sabe de qué está hecha ni a qué necesidades responde. Ella misma es objeto de ciencia; ¡de ahí, la imposibilidad de que dicte sus leyes sobre la ciencia! Y como, por otra parte, por fuera de la realidad a que se aplica la reflexión científica no existe ningún objeto que sea específico de la especulación religiosa, resulta evidente la imposibilidad de que cumpla en el futuro el mismo papel que en el pasado.»[iv]
Si convenimos, por ejemplo, que Dios —su concepto— es un diamante en bruto, podríamos decir que lo que fundamentalmente nos interesa será conocer al máximo su materia base —carbón puro comprimido en una estructura cristalina compacta—, las condiciones de calor y presión que hicieron posible ese tipo de cristalización y, en menor grado, las impurezas minerales que le tiñen de uno u otro color. Todo lo demás será accesorio. Es cierto que el diamante en bruto no parece bello, pero también es obvio que la gema tallada no es auténtica desde el punto de vista de la realidad geológica.

QUE ES LA FAMILIA

Familia: Los miembros que componen un hogar; un grupo de personas relacionadas entre sí a través del matrimonio o por consanguinidad y que, típicamente, incluye un padre, una madre y los hijos. La familia es una sociedad natural cuyo derecho a existir y a apoyarse mutuamente es de ley divina y no una concesión del estado. De acuerdo al Concilio Vaticano Segundo, "la familia es la fundación de la sociedad" (La Iglesia en el Mundo Moderno, II, 52). Además de la familia natural, la Iglesia también reconoce a la familia sobrenatural de la diócesis y de las comunidades religiosas, cuyos miembros deberán de cooperar para la edificación del Cuerpo de Cristo. (Decreto sobre la Oficina Pastoral de los Obispos, 34 y la Constitución Dogmática de la Iglesia, 43).
Matrimonio cristiano:
 "Matrimonio cristiano: Aquella unión de los cristianos, llamada por el Apóstol sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, reclama también toda nuestra solicitud, por parte de todos, para impedir que, por ideas poco exactas, se diga o se intente algo contra la santidad, o contra la indisolubilidad del vínculo conyugal." -Papa Gregorio XVI el 15-08-1832, (Carta encíclica Mirari Vos # 8º).
 
LA FIDELIDAD CONYUGAL
Juan Pablo II 
Las dificultades conyugales pueden ser de diferente tipo, pero todas desembocan al final en un problema de amor. ¿por qué es necesario amar siempre al otro, incluso cuando tantos motivos aparentemente justificantes, inducirían a dejarlo?.
Se pueden dar muchas respuestas, entre las que tienen sin duda mucha fuerza el bien de los hijos y el bien de toda la sociedad pero la respuesta más radical pasa ante todo a través del reconocimiento de la objetividad del hecho de ser cónyuges, vista como don recíproco, hecho posible y avalado por el mismo Dios.

Por ello, la razón última del deber de amor fiel es la que fundamenta la Alianza divina con el hombre: ¡Dios es fiel! Por tanto, para que el propio cónyuge sea feliz de corazón, incluso en los casos más duros, hay que recurrir a Dios, con la certeza de recibir su ayuda. 
-a la Rota de Roma, (30-I-03)

El futuro del mundo y de la Iglesia pasa por la familia
"Sólo la roca del amor total e irrevocable entre el hombre y la mujer es capaz de fundamentar la construcción de una sociedad que se convierta en una casa para todos los hombres"
Benedicto XVI

 
Juan Pablo II sobre la familiaEl Redentor del mundo quiso elegir la familia como lugar donde nacer y crecer, santificando así esta institución fundamental de toda sociedad.
El tiempo que pasó en Nazaret, el más largo de su existencia, se halla envuelto por una gran reserva: los evangelistas nos transmiten pocas noticias. Pero si deseamos comprender más profundamente la vida y la misión de Jesús, debemos acercarnos al misterio de la Sagrada Familia de Nazaret para observar y escuchar. La liturgia de hoy nos ofrece una oportunidad providencial.
La humilde morada de Nazaret es para todo creyente y, especialmente para las familias cristianas, una auténtica escuela del Evangelio. En ella admiramos la realización del proyecto divino de hacer de la familia una comunidad íntima de vida y amor; en ella aprendemos que cada hogar cristiano está llamado a ser una pequeña iglesia doméstica, donde deben resplandecer las virtudes evangélicas. Recogimiento y oración, comprensión y respeto mutuos, disciplina personal y ascesis comunitaria, espíritu de sacrificio, trabajo y solidaridad son rasgos típicos que hacen de la familia de Nazaret un modelo para todos nuestros hogares.
2. Quise poner de relieve estos valores en la exhortación apostólica Familiaris consortio, cuyo vigésimo aniversario se celebra precisamente este año. El futuro de la humanidad pasa a través de la familia que, en nuestro tiempo, ha sido marcada, más que cualquier otra institución, por las profundas y rápidas transformaciones de la cultura y la sociedad. Pero la Iglesia jamás ha dejado de "hacer sentir su voz y ofrecer su ayuda a todo aquel que, conociendo ya el valor del matrimonio y de la familia, trata de vivirlo fielmente; a todo aquel que, en medio de la incertidumbre o de la ansiedad, busca la verdad; y a todo aquel que se ve injustamente impedido para vivir con libertad el propio proyecto familiar" (Familiaris consortio, 1). Es consciente de esta responsabilidad suya y también hoy quiere seguir "ofreciendo su servicio a todo hombre preocupado por el destino del matrimonio y de la familia" (ib.).
3. Para cumplir esta urgente misión, la Iglesia cuenta de modo especial con el testimonio y la aportación de las familias cristianas. Más aún, frente a los peligros y a las dificultades que afronta la institución familiar, invita a un suplemento de audacia espiritual y apostólica, convencida de que las familias están llamadas a ser "signo de unidad para el mundo" y a testimoniar "el reino y la paz de Cristo, hacia el cual el mundo entero está en camino" (ib., 48).
Que Jesús, María y José bendigan y protejan a todas las familias del mundo, para que en ellas reinen la serenidad y la  alegría,  la  justicia y la paz que Cristo  al nacer trajo como don a la humanidad.
-Juan Pablo II, 30 XII 2002.

REZAR EN FAMILIA
"… Nos queremos pensar y deseamos vivamente que cuando un encuentro familiar se convierta en tiempo de oración, el Rosario sea su expresión frecuente y preferida. Sabemos muy bien que las nuevas condiciones de vida de los hombres no favorecen hoy momentos de reunión familiar en ocasión para orar. Difícil, sin duda. Pero es también una característica del obrar cristiano no rendirse a los condicionamientos ambientales, sino superarlo; no sucumbir ante ellos, sino hacerles frente. Por eso las familias que quieren vivir plenamente la vocación y la espiritualidad propia de la familia cristiana, deben desplegar toda clase de energía para marginar las fuerzas que obstaculizan el encuentro familiar y la oración en común". -Pablo VI “Marialis Cultus”, # 54.
“ Muchos Problemas de las familias contemporaneas, especialmente en las sociedades económicamente más desarrolladas, derivan de una creciente dificultad comunicarse. No se consigue estar juntos y a veces los raros momentos de reunión quedan absorbidos por las imágenes de un televisor. Volver a rezar el Rosario en familia significa introducir en la vida cotidiana otras imágenes muy distintas, las del misterio que salva: la imagen del Redentor, la inagen de su Madre santísima. La familia que reza unida el rosario reproduce un poco el clima de la casa de Nazaret: Jesús está en el centro, se comparte con él alegrías y dolores, se ponen en sus manos las necesidades y proyectos, se obtienen de él la esperanza y la fuerza para el camino” -JPII; Carta Apostólica ROSARIUM VIRGINIS MARIA, # 41.

EL POR QUE DE LA MEDALLA MILAGROSA

El mensaje de las apariciones a Santa Catalina Labouré, contiene una gran riqueza.

El padre René Laurentin lo hace notar en su Breve tratado de teología Mariana“.

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Cuando se analiza el contenido doctrinal de una manifestación es necesario buscar no sólo en las palabras mismas de la SS. Virgen.
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Las palabras pronunciadas van acompañadas de un conjunto de hechos, de gestos y de signos simbólicos que contienen enseñanzas y sobre las cuales debe detenerse nuestra reflexión.

María cuidó de explicar Ella misma ciertos detalles de su manifestación a Catalina Labouré.
Así cuando dice:
¡Hija mía! Este globo representa al mundo… Estos rayos son símbolos de las gracias que yo derramo sobre aquellos que me las piden.
En cambio ha expresado ciertas verdades que nos quiere enseñar únicamente mediante símbolos.
Esto es particularmente cierto, tratándose de los signos que figuran en el reverso de la medalla.
Estos contienen una lección profunda bastante fácil de leer.
María misma ¿no dijo a la vidente que le preguntaba que debía escribir en el reverso: la letra M y los dos corazones?
Veamos en primer lugar, en este capítulo algunos objetivos generales buscados por la SS. Virgen.
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ÉSTA ES LA “APARICIÓN MADRE”

Lo que primero impacta en las apariciones de la calle du Bac, cuando se las compara con las manifestaciones posteriores de la SS. Virgen, que la Iglesia ha aprobado, son las numerosas relaciones que tienen con estas últimas.

No solamente es necesario relacionarlas con las otras cuatro grandes manifestaciones marianas que se sucederán en Francia a lo largo del siglo XIX:
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en 1846 en la Salette; en 1858 en Lourdes; en 1871 en Pontmain; en 1876 en Pellevoisin.
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Sino también, señalar su nexo con las de Fátima de 1917.

Las apariciones de 1830 contienen en germen todas las otras.
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Son como el resumen de todo lo que María dirá cada vez con más claridad e insistencia en sus manifestaciones sucesivas.
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María tiene un plan que va a desarrollar con mayor precisión en las otras intervenciones.
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Como se ha dicho: la aparición a Santa Catalina Labouré es la aparición-madre de la cual saldrán todas las demás.

Desde este punto de vista, las manifestaciones ulteriores de la Santísima Virgen pueden también ayudarnos a encontrar el sentido de tal o cual detalle simbólico de las apariciones de la Rue du Bac.

Así, en el transcurso de sus apariciones posteriores de los siglos XIX y XX, María va a insistir más y más sobre el Rosario.

En la Salette donde habla también abundantemente por símbolos, María lleva alrededor de su corona, en los bordes de su pañoleta y de su vestido, rosas de color rosado, rojo y oro.
A no dudarlo, María quiere hablarnos del Rosario con sus misterios gozosos, dolorosos y gloriosos.
En Lourdes es ya más precisa, lleva el Rosario en su brazo, lo toma entre sus dedos, hace señas a Bernardita para que lo rece, se asocia también al rezo pasando las cuentas del Rosario, diciendo el Gloria al Padre juntamente con la niña.
En fin, en Fátima será más explícita todavía: María se aparece seis veces y cada vez pide el rezo diario del Rosario.
Y en el desarrollo de la última visión, el 13 de octubre de 1917, declara: “Soy Nuestra Señora del Rosario”.
Deseo que se levante aquí una Capilla en honor mío y que se continúe rezando el Rosario todos los días.
Habiendo dicho esto, sería desconcertante no encontrar el anuncio del Rosario en 1830.
Como lo veremos más adelante, parece correcto afirmar que los quince anillos esmaltados con piedras preciosas que María lleva en cada mano, no tienen otro significado más que los quince misterios del Rosario.
La verificación de estas relaciones con las manifestaciones ulteriores de María nos muestra por consiguiente de antemano la importancia y riqueza de la aparición a Catalina Labouré.
inmaculada francisco rizi

ASIENTA EL DOGMA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Parece comprobado que la Medalla Milagrosa suscitó la corriente anhelada de fe y de invocación.
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El grado de presión espiritual necesario para la definición dogmática de 1854.

Es debido a millones de medallas que rápidamente la Medalla de la Inmaculada Concepción (como se llamaba al principio), se extendiera como un reguero de pólvora.
No sólo en Europa, sino también en todo el mundo, sembrando gracias de conversiones y a menudo el milagro.
De aquí el nombre que le adjudicó la voz popular “La Medalla Milagrosa”.
Desde 1833 (la medalla empezó a acuñarse en 1832) llegan cartas de Obispos a la calle du Bac o al arzobispado de París para atestiguar que la fe renace.
Que la oración florece de nuevo, movimientos de conversión se manifiestan a raíz de la difusión de la medalla de María sin pecado concebida, revelada en París.
Por eso en todas partes reclaman la famosa medalla, no solo las personas particulares, sino parroquias enteras y aún diócesis, por medio de sus párrocos y obispos.
De manera que la invocación “Oh María sin pecado concebida…”, que llegó a ser como la oración jaculatoria de los años 1830 a 1850, preparaba todos los corazones católicos al acto solemne de la Inmaculada Concepción.
Por el cual Pío IX, proclamaría el 8 de diciembre de 1854, como dogma de fe que debía ser creído por todo el mundo, el hecho de que María fue preservada del pecado original desde el primer instante de su Concepción.

Esta contribución de la Medalla Milagrosa a la creación del clima requerido para la proclamación de este dogma, ha sido reconocida en el Congreso Romano del Cincuentenario de la definición de la Inmaculada Concepción en 1904.

Ha sido afirmada también por el oficio litúrgico de Ntra. Sra. de la Medalla Milagrosa. La Divina Providencia todo lo conduce maravillosamente.

La definición dogmática de 1854 fue preparada por las apariciones de la calle du Bac y fue confirmada magníficamente por las de Lourdes en 1858.

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REMEDIO FRENTE AL RACIONALISMO Y AL MATERIALISMO

Éste es otro fin de María al aparecerse a Catalina Labouré: Dar un antídoto al racionalismo reinante y al materialismo que estaba por aparecer.
En el centenario de las apariciones de Lourdes, el Canónigo Barthas sacó a luz un libro: “De la Gruta a la encina verde (de Fátima)”.

Allí muestra que en las manifestaciones marianas de 1830 a 1953 (Siracusa) el dato más evidente es la revelación progresiva de las riquezas del Corazón Inmaculado de María, como antídoto a las falsas místicas de los siglos XIX y XX.

Analiza particularmente los casos de Lourdes y de Fátima y muestra que Lourdes fue un remedio al racionalismo y Fátima al ateísmo.
Pues bien, ambas manifestaciones son intervenciones de la Inmaculada.
gruta de lourdes

LOURDES: REMEDIO FRENTE AL RACIONALISMO

La Inmaculada Concepción revelada en Lourdes ha sido un remedio providencial contra el racionalismo.
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Los Papas Gregorio XVI y Pío IX, había ya comprendido que el dogma de la Inmaculada Concepción era un contrapeso de los errores modernos.
Pío IX sobre todo había captado el nexo real entre este dogma mariano, que se encuentra en el centro de los misterios de la salvación y las negaciones o alteraciones de la verdad provocadas por el racionalismo.
Por este motivo sobre todo, definió la Inmaculada Concepción, dogma que María debía confirmar cuatro años más tarde en Lourdes.
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FÁTIMA: REMEDIO FRENTE AL ATEÍSMO

Por otra parte la revelación del Corazón Inmaculado de María y del Rosario en Fátima constituyó un remedio contra el ateísmo.
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María se aparecía aquí al mismo tiempo que estallaba en Rusia la revolución roja y declaraba al respecto:
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“Si se hace lo que pido (recitación diaria del Rosario y consagración del mundo a su Corazón Inmaculado) habrá paz y Rusia se convertirá.”

Según esto al aparecerse en la calle du Bac en 1830 y traer la Medalla, la Virgen se declara ya Inmaculada en su Concepción y anuncia la devoción a su Corazón Inmaculado.
Sobre la Medalla hace escribir: “¡Oh María sin pecado concebida…!”; es lo equivalente a lo que dirá en Lourdes“Soy la Inmaculada Concepción”.
Comienza por lo tanto en 1830 a combatir el racionalismo. Por otra parte sobre la Medalla está su Corazón Inmaculado al lado del Corazón de Jesús.
Anuncia de antemano la lucha contra el materialismo que no iba a tardar en aparecer.
Es evidente que las apariciones de la Virgen están en relación con las necesidades de las almas y de la Iglesia.
Están adaptadas a la naturaleza de los errores que era especialmente urgente combatir.
He aquí porqué desde que conoció las manifestaciones de la calle du Bac el Papa Gregorio XVI favoreció con todo su influjo la devoción a la Medalla Milagrosa.
He aquí porqué justamente en nuestro tiempo en que el materialismo, teórico o práctico, hace correr el riesgo de sumergirlo todo, más que nunca es necesario que nos volvamos a la Inmaculada.
Que escuchemos las recomendaciones del Corazón Inmaculado de María hacia el cual nos orienta ya la Medalla y repitamos sin cesar la invocación: “¡Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!”.
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MENSAJE DOCTRINAL DE LA MEDALLA

Lo que impacta primero es que la Medalla presenta el misterio de María en un contexto escriturístico como lo hacen la teología actual y especialmente el Concilio Vaticano II.

EL MENSAJE BÍBLICO

El anverso de la Medalla sintetiza la gran promesa de Dios en la primera página de la Biblia.
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La del Redentor y de la Mujer que le será asociada y que aplastará la cabeza de la serpiente infernal.
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Porque el mismo decreto divino que requería al Redentor, requería también la asociación de María a su obra redentora.

Por el contrario el reverso de la Medalla nos muestra la última revelación mariana de la Escritura.
La de esa mujer que San Juan nos presenta en el Apocalipsis “revestida de sol, la luna bajo los pies y coronada de doce estrellas”.
Y entre ambas está la página central de la Revelación y de la actitud del amor de Dios a favor de la Humanidad.
El misterio de la Encarnación y el de la Cruz en que el Redentor y su Madre están unidos en la obra común de nuestra salvación.
Así como lo sugieren el simbolismo de la M coronada por la Cruz y el de los dos Corazones doloridos.
María estaba de pie junto a la Cruz y su corazón traspasado por una espada sufría al mismo tiempo que el de su Hijo, Rey de los Judíos, crucificado y coronado de espinas.
Pero el hecho de mostrar la Medalla a la Virgen asociada a su Hijo, subraya otro aspecto de la verdad teológica mariana.

La de ser Cristocéntrica, es decir que María existe totalmente en función de Cristo y la devoción mariana no tiene otra razón de ser sino la de llevarnos a Cristo.

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lunes, 14 de noviembre de 2016

UN ALMA QUE SE SANTIFICA

Un alma que se santifica.

Un alma que se santifica vale más que todo lo demás, que todas las obras exteriores y de apostolado. Es bueno que esto lo tengamos en cuenta para no equivocar el camino. Está bien que hagamos apostolado y evangelicemos, pero los primeros evangelizados debemos ser nosotros mismos. Tenemos que poner en práctica lo que sabemos de nuestra fe, y trabajar en nuestra santificación y, sobre todo, dejar trabajar a Dios en nosotros para que Él nos santifique con su Espíritu Santo.
Es que a veces estamos tan atareados en el apostolado y en buscar la salvación de las almas, que quizás nos olvidamos un poco o bastante de nuestra propia alma, siendo que nadie puede dar lo que no tiene, y entonces jamás daremos a Jesús a los demás, si no lo tenemos nosotros por la gracia santificante y las virtudes.
Ahora es el momento de recordar también aquella frase muy verdadera que dice: “Alma por alma, salvo la mía”. Es decir, que debo tratar de salvar almas, pero PRIMERO debo salvar mi propia alma, tengo que trabajar por mi santificación, huyendo del pecado y practicando la virtud, alimentando mi alma con la Palabra de Dios y con los Sacramentos, pues paradójicamente cuanto más pensamos en nosotros y en nuestra santificación, tanto mayor bien hacemos a los demás, sabiéndolo o sin saberlo, pues aunque ni siquiera salgamos de nuestra casa a predicar, con nuestra santificación, y gracias a la Comunión de los Santos, por los que todos estamos misteriosa pero realmente unidos, hacemos mucho bien a las almas. Recordemos que Santa Teresita es patrona de las misiones, y jamás salió de su convento. Con esto la Iglesia nos quiere recordar una verdad muy olvidada en estos tiempos de frenética actividad: Que sólo hay una cosa importante: tener a Dios en el alma por la gracia, y buscar ser santos.
Pensemos en estas cosas y tratemos de ponerlas en práctica, porque tanto ver este mundo, y las cosas de este mundo, de manera racionalista, con la sola razón, nos olvidamos de practicar la Fe, nos olvidamos de que Dios es un Dios de milagros y que trabaja en lo interior y escondido, y que difícilmente las obras de Dios se traslucen al exterior, y en todo caso, si se ven exteriormente, es porque hay un interior muy unido al Señor.
Así que cuando nos asalte el pensamiento de que “yo no hago nada, ningún apostolado, nada aparentemente útil”, pensemos que la forma de ser más “útiles” a Dios y a los hermanos, es trabajar en nuestra propia santificación.
cenaculo

martes, 18 de octubre de 2016

EL CATOLICO DEBE CREER EN LA VERDAD DELA IGLESIA O DEBE DUDAR ?

“A pesar de los varios obstáculos, particularmente los fundamentalismos de ambas partes, es un deber para todo cristiano el diálogo interreligioso, en el cual ambas partes encuentren purificación y enriquecimiento”

Cuando Pilato, con temor reverencial, pregunta a Cristo, en el pretorio, a respecto de su realeza, este proclama: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. (Jn 18, 37) ¿Sería Nuestro Señor Jesucristo un fundamentalista al afirmar esto con tanta convicción y propiedad? Siendo Dios hecho hombre, la Verdad en substancia, no podía ser diferente. Del mismo modo, su Iglesia no puede ser sino la única detentora de la verdad, como afirma San Pablo: “es la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad”. (1 Tim 3, 15) El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que la Iglesia “guarda fielmente ‘la fe transmitida a los santos de una vez para siempre’ (cf. Judas 3). Ella es la que guarda la memoria de las palabras de Cristo, la que transmite de generación en generación la confesión de fe de los apóstoles” (CCE 171). Además, el Divino Maestro dejó un mandato a los apóstoles: “Es necesario que se anuncie antes el Evangelio a todos los pueblos”. (Mc 13, 10) Por lo tanto, el diálogo de la Iglesia Católica con las otras religiones tiene como punto primordial el anuncio del Evangelio, llamando a la conversión.
No obstante, Jesús declara que los que no acepten su Evangelio serán condenados: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado”. (Mc 16, 15-16) Es decir, deja claro que la Iglesia debe definir bien los campos: los que están en la verdad y los que se obstinan en mantenerse en el error. Frente a otras religiones, todo cristiano tiene el deber de no “‘avergonzarse de dar testimonio del Señor” (2 Tm 1, 8). En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el cristiano debe profesarla sin ambigüedad, a ejemplo de san Pablo ante sus jueces. Debe guardar una ‘conciencia limpia ante Dios y ante los hombres’ (Hch 24, 16)” (CCE 2471), sin componendas.
Ser fiel a la verdad de la Iglesia no es fundamentalismo, sino integridad en la fe. Y el diálogo interreligioso que no apunte a la conversión o cree que la Iglesia se enriquece y se purifica con otros credos es poner en duda la verdad de la Iglesia, cuales nuevos Pilato: “quid est veritas?”. (Jn 18, 38) Un diálogo que duda de Aquel que dijo de sí mismo “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jo 14, 6) no puede “tener significado de amor a la verdad”, sino que es relativismo. Y el Apocalipsis es muy severo con los relativistas: “porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca”. (Ap 3, 16) ¿Cuál es la enseñanza del Magisterio acerca del verdadero diálogo interreligioso?

Francisco

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Una actitud de apertura en la verdad y en el amor debe caracterizar el diálogo con los creyentes de las religiones no cristianas, a pesar de los varios obstáculos y dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas partesEste diálogo interreligioso es una condición necesaria para la paz en el mundo, y por lo tanto es un deber para los cristianos,así como para otras comunidades religiosas. Este diálogo es, en primer lugar, una conversación sobre la vida humana o simplemente, como proponen los Obispos de la India, “estar abiertos a ellos, compartiendo sus alegrías y penas (Declaración final de la XXX Asamblea general, n. 8.9.). Así aprendemos a aceptar a los otros en su modo diferente de ser, de pensar y de expresarse. De esta forma, podremos asumir juntos el deber de servir a la justicia y la paz, que deberá convertirse en un criterio básico de todo intercambio. Un diálogo en el que se busquen la paz social y la justicia es en sí mismo, más allá de lo meramente pragmático, un compromiso ético que crea nuevas condiciones sociales. Los esfuerzos en torno a un tema específico pueden convertirse en un proceso en el que, a través de la escucha del otro, ambas partes encuentren purificación y enriquecimiento. Por lo tanto, estos esfuerzos también pueden tener el significado del amor a la verdad. (Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, n. 250, 24 de noviembre de 2013)