jueves, 4 de octubre de 2018

LA ESENCIA DEL PECADO, MAS FUERTE QUE EL MAL...............

LA ESENCIA DEL PECADO
MÁS FUERTES QUE EL MAL.
Sufro cuando no se logra liberar a las personas de estas terribles situaciones de asechanza diabólica. Sufro porque siento que tienen mucha necesidad de ello. Comprendo que soy limitado. Que no tengo suficiente fe. A veces incluso siento un poco de envidia de los apóstoles que arrojaban a los demonios con un solo encuentro. Muchos santos han llegado a este nivel de unión con Cristo como para lograr liberar del demonio incluso con su sola presencia. Juan Bosco, cuando era muy anciano y ya casi no podía salir de su habitación para ir a la capilla, había llegado a tal grado de santidad y de capacidad de exorcismo, que el diablo ni siquiera soportaba su presencia. Se cuenta a este propósito el caso de una chica francesa endemoniada que después de años de peregrinaciones de un exorcista a otro, decide dirigirse a Don Bosco. Va a la capilla donde el santo suele celebrar la misa con la esperanza de encontrarlo. En cuanto entra en la iglesia, con don Bosco en el altar, el demonio huye y la chica queda liberada. También santa Catalina de Siena arrojaba los demonios con gran eficacia mediante la oración. Es una cuestión de fe, de gran fe. Y cuando no la hay, o uno siente que tiene poca fe, hay que pedirla con fuerza. Y aquí vuelve a sernos de ayuda el citado discurso de Benedicto XVI el día de la Inmaculada; «¿Qué dice María a la ciudad? ¿Qué recuerda a todos con su presencia? Recuerda, como dice san Pablo (Rom 5,20) que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. Ella es la Madre Inmaculada que repite también a los hombres de nuestro tiempo: no temáis, Jesús ha vencido el mal; lo ha vencido de raíz, liberándonos de su dominio. Toda la Biblia está ahí para decírnoslo; frente a las continuas infidelidades de los hombres, Dios tiene paciencia, paciencia, paciencia..., luego, en cierto punto llega el castigo. Pero no es Dios quien castiga, son los hombres los que se castigan a si mismos, se castigan entre ellos. Debe quedar claro, no es Dios quien manda los castigos. Los hombres yendo por el camino del maligno transforman todo en mal y el mal nunca construye sino que separa, destruye siempre. San Agustín decía que si Dios no los tuviera frenados, «los demonios nos matarían a todos». Y los demonios son muchísimos. Una vez un demonio me dijo: —«Si fuéramos visibles, oscureceríamos el sol». Pero los ángeles son inmensamente más numerosos. Y nosotros no debemos tener miedo al demonio, porque como acabamos de leer Jesús ha vencido el mal de raíz, liberándonos de su dominio. Debemos, en cambio, tener miedo al pecado. Con determinación Pablo VI sostenía que «todo lo que nos defiende del pecado nos defiende del maligno». También san Juan de la Cruz en una de sus obras menores, con el titulo de Cautelas, dirigida a sus cohermanos carmelitas descalzos enseña a tener en cuenta el ejemplo de la mujer de Lot (Gén 19,26), «la cual, turbada por la ruina de los habitantes de Sodoma, se volvió a mirar hacia atrás y se convirtió en estatua de sal. Esto sucedió para que entiendas que es voluntad de Dios que, aunque vivieras entre los demonios, tu entre ellos deberías comportarte de tal manera que no vuelvas ni siquiera tus pensamientos a los de ellos, y que debes en cambio olvidar del todo, empeñándote en llevar tu alma pura y entera a Dios, sin ser turbado por ninguna clase de pensamientos». Hay que alimentarse de todo lo que es positivo y agrada a Dios. Si nos mantenemos alejados del pecado eliminamos la presencia demoníaca y ya no tenemos miedo al demonio. Por lo demás, la Biblia no nos dice nunca que tengamos miedo al diablo. Jesús no tiene miedo al diablo y no enseña a tenerle miedo, ni siquiera cuando se encuentra cara a cara con él junto con sus discípulos. Arroja a los demonios y enseña a arrojarlos Pero Jesús, como toda la Biblia, invita a temer las obras de Satanás, el mundo, es decir, el pecado, las tentaciones. En la primera carta de Pedro, en el capitulo 5, se pide: «Poner en Dios toda preocupación, porque El cuida de vosotros. Sed sobrios, estad despiertos. Vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos dispersos por el mundo padecen los mismos sufrimientos. Y el Dios de toda gracia, que os ha llamado a su gloria eterna en Cristo, Él mismo os restablecerá». Del mismo modo san Pablo en el capitulo 6 de la carta a los efesios recuerda que: ”Alcanzad fuerza en el Señor y en el vigor de su poderío. Revestíos de la armadura de Dios para poder resistir a las insidias del diablo» (6,10 s) . Por una parte el diablo nos quiere devorar, por otra Dios cuida de nosotros, o mejor, por medio de Cristo nos ha preparado ya un puesto en la gloria eterna. No debemos hacer otra cosa sino escoger: el pecado o la gracia para resistir a la tentación. Debemos sentirnos seguros de la ayuda de Dios, de la protección de María y del ángel de la guarda. Dejarse dominar por la desesperación es un pecado, fruto de la tentación que nos quiere hacer creer que el mal es el protagonista de la historia. Sabemos que es Jesús el verdadero protagonista de la Historia. La opción por Él aleja el mal de la historia, comenzando por alejarlo de la nuestra. Un concepto muy claro para los profetas: «No temas, Sión, no te dejes caer los brazos. El Señor, tu Dios, en medio de ti es un salvador poderoso. Gozará contigo, te renovará con su amor, exultará contigo con gritos de júbilo» (Sof 3,16-17). «Al final mi corazón inmaculado triunfará», es la promesa de la santísima Virgen como conclusión de la profecía de Fátima. Por eso, sin medias palabras, san Pablo, en la Carta a los filipenses habla de gozo, de fiesta, de paz, que deben llegar a ser signos distintivos del cristiano: «Estad alegres. Que vuestra clemencia sea conocida de todos los hombres. El Señor esta cerca. No os inquietéis por cosa alguna, antes bien, en toda ocasión presentad a Dios vuestras peticiones mediante la oración y la súplica acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera toda inteligencia, custodiará vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús» (Flp 4,4-7) El bien triunfa. Y si uno quiere tener una idea, aunque sea parcial, de la omnipotencia y de la grandeza de Dios, haga como santa Bakhita, piense en el cielo estrellado. Una imagen que nos permite acercarnos a un concepto fundamental, ya expresado por san Pablo: todas las estrellas brillan pero no con la misma intensidad. Tanto en el infierno como en el paraíso no seremos todos iguales. En este sentido la visión proporcionada por la Divina Comedia es muy realista y el Apocalipsis al describir la multitud de las almas santas hace entender lo mismo. Todos seremos felices al compartir en el paraíso la intimidad con Dios, pero no de la misma manera. «En su voluntad está nuestra paz», dice Pía dei Tolomei a Dante, pero permanece la unicidad de la persona humana. Nadie es igual a otro, en la vida terrena lo mismo que en la eternidad. Pero todos pueden contribuir. Cada cual con sus propias fuerzas. Basta simplemente usarlas, sean pequeñas o grandes. Y como se lee en la conclusión del capítulo 11 de Mateo, nunca hay que temer que no seamos capaces. Jesús se apresura precisamente a confortar a los que no pueden, a los que ya están abrumados por pesadas cargas: «Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontrareis reposo para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» En conclusión, el reino de Dios no es de este mundo, pero esto no quiere decir que no pueda estar ya dentro de nosotros y que no se lo pueda hacer vivir a quien está a nuestro alrededor. Jesús mismo lo hace explicito en su modo de vivir. Él es el primero que está muy atento a las cosas del mundo: cura a los enfermos, cultiva amistades. Cuando se siente cansado y fatigado va a visitar a Lázaro y a sus hermanas. Entra en las casas y gustoso se queda a comer. Trabaja para vivir. Está muy atento a las necesidades, tanto de quienes siempre están cerca de Él como de los que se encuentran casualmente solos. Como narra en la parábola del buen pastor, está dispuesto a hacer de todo para salvar a la oveja perdida. Así como está listo para hacer una fiesta cuando el que estaba perdido vuelve a su casa. Porque ”Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por 99 justos que no necesitan convertirse». Todo se ha de mirar y vivir en función de la vida eterna. La parábola del rico epulón nos ayuda a comprender que la vida es una especie de itinerario dividido en dos partes, en donde la primera, en esta tierra, tiene como objetivo hacernos ganar el paraíso en la segunda. Y Jesús se muestra exigente y explicito al indicar el camino justo (Mc 8,34-36): «Si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida la perderá pero el que pierda su vida por mi y por el evangelio, la salvara. En efecto, ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su propia alma?». Después del encuentro con el hombre rico, en el capítulo 10 de Marcos, Jesús anuncia la recompensa para el que ha dejado todo por seguirlo. Esto no significa que el Señor esté contra los bienes terrenos, sino que está contra toda forma de apego humano a los bienes terrenos, que es la esencia misma de la tentación y del pecado. Para resistir debemos ser exigentes con nosotros mismos, porque, anotaba santa Catalina de Siena, «nuestros enemigos no duermen nunca, sino que siempre están atentos para perseguirnos». Por esto invitaba a abandonar el amor propio y los «temores serviles» respecto a los deseos terrenos, «con voluntad decidida, con paciencia y con firme perseverancia», para poder ser «caballeros viriles capaces de combatir contra nuestros enemigos por amor de Cristo Crucificado». De lo contrario «seremos tan tímidos que nuestra sola sombra nos asustará». El cristianismo vivido de forma viril y rigurosa nos permite cerrar las puertas al diablo. León XIII en la encíclica Exeunte iam anno, escribía que «toda la vida del cristiano debe resumirse en este deber capital: no ceder nunca a la corrupción nos propone la renaciente mentalidad pagana, sino oponerle una lucha sin componendas, una resistencia tenaz». El mundo, para decirlo con san Agustín, «nos asedia» y se aprovecha de nuestras debilidades, incluso del «temor de tener que sufrir», Por eso Jesús invita a ser sencillos como las palomas, pero astutos como las serpientes. Prudencia y candor, fuerza de ánimo y oración, haciendo un tesoro de la experiencia terrena de quien, como san Agustín, no desdeña de pedir: «Señor, asísteme en la lucha, ayúdame triunfar sobre las asechanzas del mal, suple mi debilidad corona finalmente el combate con tu misma victoria».

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