Hace unos 30.000 años Dios aún no existía, pero la especie humana llevaba ya más de dos millones de años enfrentándose sola a su destino en un planeta inhóspito; sobreviviendo y muriendo en medio de la total indiferencia del universo. Unos 90.000 años atrás, una parte de la humanidad de entonces comenzó a albergar esperanzas acerca de una hipotética supervivencia después de la muerte, pero la idea de la posible existencia de algún dios parece que fue aún algo desconocido hasta hace aproximadamente treinta milenios y, en cualquier caso, su imagen, funciones y características fueron las de una mujer todopoderosa. La concepción de un dios masculino creador/controlador —tal como es imaginado aún por la humanidad actual— no comenzó a formalizarse hasta el III milenio a.C. y no pudo implantarse definitivamente hasta el milenio siguiente.
Santo Tomás de Aquino, en su Summa contra Gentiles, afirmó que «Dios está muy por encima de todo lo que el hombre pueda pensar de Dios». La frase, a pesar de su aparente profundidad, transmite un vacío desolador. ¿Por qué no decir, por ejemplo, que la razón está muy por encima de todo lo que el hombre —en especial si es teólogo— pueda pensar de la razón? El universo entero también está muy por encima de nuestras cabezas y de los conocimientos que tenemos el común de la gente pero, sin embargo, la ciencia, a base de pensar que no hay nada tan lejano que no pueda ser investigado, ha acumulado datos y certezas que sobrepasan años-luz cuanta sabiduría fue capaz de atesorar el gran santo Tomás. Quizá Dios, efectivamente, esté demasiado alto para nuestros limitados razonamientos, pero antes de dar la tarea por imposible deberemos reflexionar, al menos, sobre si puede haber o no alguien ahí arriba (o donde sea que pueda residir un ser divino). La madeja no será fácil de devanar, pero en el intento residirá la recompensa.
A pesar de que «Dios» es un concepto de reciente aparición dentro del proceso evolutivo de nuestra cultura, su fuerza innegable ha incidido sobre el ser humano de tal manera que éste ya nunca ha podido sustraerse al poderoso influjo que irradia la idea de su existencia, de la de cualquier dios, eso es de algún ser supremo dotado de capacidad para regir todos los elementos del universo material e inmaterial y, aspecto fundamental, animado de una personalidad tal que permite que su voluntad inapelable pueda ser alterada en favor de los intereses humanos, mediante la negociación y el pacto, cuando la ocasión resulta propicia.
El concepto de «Dios» resulta tan fundamental para nuestra existencia reciente sobre este planeta, que la mera presunción de su realidad —gobernada a través de las instituciones religiosas— ha focalizado y dirigido la formación de las culturas, ha cambiado radicalmente las pautas individuales y colectivas de las relaciones humanas, y ha llevado a alterar profundamente el equilibrio ecológico en cada uno de los hábitats conquistados por el Homo religiosus. Basta con la sola evocación de Dios para que en cualquier grupo humano se encastillen posturas, se desborde la emocionalidad y, en definitiva, se produzca una clara división en dos bandos o visiones de la vida irreconciliables: la postura creyente y la no creyente. En el nombre de Dios, de cualquier dios, se han hecho, hacen y harán las más gloriosas heroicidades, pero, también, las fechorías y masacres más atroces y execrables.
El mundo que conocemos ha sido modelado por Dios, sin duda alguna, pero la cuestión fundamental radica en saber si la obra es atribuible a un dios que existe y actúa mediante actos de su voluntad consciente, o a un dios conceptual que sólo adquiere realidad en el hecho cultural de ser el destinatario mudo de las necesidades y deseos humanos.
Del primer tipo de dios se ocupan las religiones y, según ellas, no admite discusión ni precisa de pruebas. Existe porque existe, y todo, absolutamente todo, prueba su existencia, incluso el mismo hecho de poder dudar de ella. Dios es el origen y el fin de todo cuanto se pueda conocer o imaginar, por tanto, nada hay ni puede haber fuera de él. Las religiones parten de una posición viciada en origen al invertir la carga de la prueba, eso es que no demuestran fehacientemente aquello que afirman —la existencia de Dios— y, de modo implícito —cuando no bien explícito— descargan la responsabilidad probatoria en quienes defienden la inexistencia de cualquier divinidad. En este caso, la propia substancia de lo que se discute lleva necesariamente al absurdo desde el punto de vista lógico y racional: unos creen porque sí («tienen fe») y otros niegan también porque sí («son ateos»).
Del segundo tipo de dios, en cambio, se ocupa la historia, arqueología, psicología, antropología y demás disciplinas científicas que intentan abarcar y comprender la variada gama de comportamientos humanos que conforman eso que hemos dado en llamar cultura o civilización. De este tipo de dios conceptual sí que existen innumerables pruebas materiales que permiten abordar su análisis y discusión. Los formidables indicios acumulados sobre este tipo de dios le identifican con el primero —el dios creador/controlador de destinos cuya existencia se presume real— pero, a diferencia de éste, su rastro puede seguirse hasta los mismísimos albores de su nacimiento entre los hombres.
¿Puede un dios eterno, principio y fin de todo, creador del ser humano, haber querido permanecer oculto a los ojos de los hombres hasta hace apenas unos pocos miles de años? ¿Puede ese dios haber querido privar conscientemente a sus criaturas, durante cientos de miles de años, de las normas que hoy se proclaman fundamentales y de los ritos indispensables para la «salvación eterna»? ¿Cómo y cuándo se manifestó Dios por primera vez? ¿Por qué se dio a conocer a través de tantas y tan diferentes personalidades y creencias?...
Quizá Dios se haya limitado a comportarse como un deus otiosus (dios ocioso), tal como lo describen las más importantes religiones autóctonas de África, que creen que el Ser Supremo vive apartado de todos los asuntos humanos. Los akans, por ejemplo, creen que Nyame, el dios creador, huyó del mundo debido al terrible ruido que hacen las mujeres cuando baten ñames para hacer puré. Si de justificar su pertinaz ausencia se trata, es muy probable que Dios pudiese encontrar en nuestro mundo actual miles de razones aún más poderosas y graves que las esgrimidas por los akans. Eso podría explicar que tengamos un planeta hecho unos zorros y Dios permanezca insensible a los ruegos humanos: no es que Dios no exista, es que no está; se limitó a crearnos y nos abandonó a nuestra suerte. Quién sabe. El concepto de deus otiosus no deja de ser profundamente inteligente, ingenioso y realista.
Las religiones, como institución formal, llevan unos pocos milenios publicando la naturaleza de Dios y hablando en su nombre, pero las formas y atribuciones de Dios son tan numerosas y diversas y los mandatos divinos que emanan de ellas son tan variados y contradictorios, que resulta francamente difícil hacerse una idea de Dios. ¿Es como el viejecito barbudo y presuntamente bondadoso que muestra la Iglesia católica en su iconografía más clásica? ¿Es como el heroico Shiva de la tradición hindú, presentado siempre en poses hieráticas? ¿Es como El, el dios creador cananeo representado como un funcionario político de máximo rango? ¿Es como Osiris, el dios egipcio con cabeza de halcón? ¿Es como la Venus de Willendorf, la diosa más famosa del Paleolítico, de formas carnales desmesuradas? ¿Es como el ser no representable de la tradición judía, musulmana y de tantas otras? ¿Es como Caos, el fundamento de la más antigua cosmogonía y teogonía helénica? ¿Es como el Big bang de la ciencia moderna? ¿Es como quién o como qué? Y, si cada doctrina divina cambia radicalmente en función de las épocas y de las culturas, ¿cómo saber cual es el verdadero mensaje divino? ¿cómo saber la razón por la que Dios muda su doctrina tan a menudo? ¿quién garantiza la palabra de quienes garantizan la palabra de Dios?
La dicotomía entre el concepto de «Dios» y las estructuras religiosas, mal que les pese a éstas, es evidente y resulta fundamental para no confundir una posible causa de naturaleza no específica —nada impide que denominemos «Dios» a cuanto pudo haber (¿?) en el instante previo a la organización de la materia atómica que dio lugar al nacimiento del universo— con una estructura basada en la explotación de tal probabilidad al transformarla en un dogma o creencia acrítica (práxis de las religiones); saber separar lo supuestamente causal (Dios) de lo claramente instrumental (religión) evitará también «tomar el nombre de Dios en vano», un vicio troncal de cualquier sistema religioso. Por este motivo no escasean los científicos —en particular físicos, astrofísicos y cosmólogos— que, al ocuparse del origen del cosmos, aceptan dejar una puerta abierta a la posibilidad de alguna «razón organizadora», pero se la cierran a cualquier planteamiento teológico.
Es bien conocida la sentencia de que «un poco de ciencia nos aleja de Dios, pero mucha nos devuelve a él», pronunciada por Louis Pasteur, uno de los científicos más notables del siglo pasado, pero la simplicidad —que no simpleza—, plasticidad, belleza y capacidad enunciadora de esta frase no debe llevarnos necesariamente a conclusiones religiosas. Quizá, tal como afirma el cosmólogo británico Stephen Hawking —principal avalador, junto a Roger Penrose, de la teoría del Big bang—, «si descubrimos una teoría completa [que abarque la interrelación de todas las fuerzas de la Naturaleza, eso es el sueño científico de la TGU o Teoría de la Gran Unificación], debería ser algún día comprensible en sus grandes líneas por todo el mundo, y no sólo por un puñado de científicos. Entonces, todos, filósofos, científicos e incluso la gente de la calle, seríamos capaces de tomar parte en la discusión acerca de por qué existe el universo y nosotros mismos. Si encontramos la respuesta, será el último triunfo de la razón humana, porque en ese momento conoceremos el pensamiento de Dios.»
Aunque el pensamiento científico, debido al método de adquisición de conocimientos que le caracteriza, se opone al pensamiento religioso —sin que ello represente contradicción ninguna para los científicos con creencias religiosas—, la fuerza probatoria del primero hace que algunas de las más notables religiones monoteístas actuales se acerquen a la ciencia con la intención de arropar sus dogmas sobre la existencia de Dios en determinados descubrimientos.
En este caso está, por ejemplo, la aceptación que tiene la teoría cosmológica del Big bang por parte de la Iglesia católica, un hecho que señala claramente Stephen Hawking —en su libro Breve historia del tiempo— cuando apunta que «la Iglesia ha establecido el Big bang como dogma» y, al mismo tiempo, con elegante malicia, recuerda una afirmación lanzada por el papa Juan Pablo II, ante una reunión de cosmólogos, cuando conminó a estudiar la evolución del universo después del Big bang, pero sin entrar a investigar en el mismo Big bang ya que ese era el momento de la Creación y, por tanto, de la tarea de Dios —objeto de la teología, no de la ciencia—. Ante una postura tan taimada del Papa, podría decirse también, parafraseando a Pasteur, que si bien mucha ciencia nos devuelve a Dios, demasiada puede dejarnos definitivamente vacío de contenido su concepto. Si el Big bang realiza el trabajo creador de Dios, éste pierde todo su sentido y función, es decir, deja de existir científicamente[i].
La formación del universo, según la teoría del Big bang —«Gran bang», gran explosión—, avalada por importantísimos hallazgos científicos recientes, tuvo lugar cuando una región que contenía toda la masa del universo a una temperatura enormemente elevada se expandió mediante una tremenda explosión y eso hizo disminuir su temperatura; segundos después la temperatura descendió hasta el punto de permitir la formación de los protones y los neutrones y, pasados unos pocos minutos, la temperatura siguió bajando hasta el punto en que pudieron combinarse los protones y los neutrones para formar los núcleos atómicos.
Si se demuestra definitivamente que existe una creación continua de materia cósmica, tal como propone la teoría del Universo Estacionario o principio cosmológico perfecto de Herman Bondi, Thomas Gold y Fred Hoyle, el universo pasaría a verse como un complejo mecanismo autorregulador con capacidad de organizarse a sí mismo hasta el infinito; una propiedad natural que haría innecesario el tener recurrir a algún dios para justificar el origen de la materia.
Desde otros modelos científicos, como el del Universo Inflacionario, propuesto por Andrei Linde y Alan Guth, se sostiene que nuestro universo forma parte de un inmenso conjunto de universos salidos de un «universo-madre», del cual se desgajó inflándose hasta estallar en un Big bang, un proceso que, según esta hipótesis, aún sigue repitiéndose en otros universos y también en el que nosotros existimos, y puede estar generando otros universos nuevos; esta teoría cosmológica tampoco necesita explicarse sobre la base de algún principio organizador divino ya que postula un proceso que no tiene principio ni fin.
El astrofísico Igor Bogdanov, basándose en la llamada constante de Planck, realizó una afirmación críptica pero muy definitoria cuando dijo que «no podemos saber que sucedió antes de 10-43 segundos del Big bang, un tiempo fantásticamente pequeño que guarda en potencia el universo entero. Todo eso está contenido en una esfera de 10-33 centímetros, es decir, miles y miles y miles de millones de veces más pequeña que el núcleo de un átomo.»
En lo que atañe a nuestro universo, surgido hace unos 15.000 millones de años, salta a la vista una pregunta de simple lógica: ¿existía Dios 10-43 segundos antes del Big bang? y, de existir, ¿qué era y dónde ha estado hasta hoy? La ciencia aún no puede responder qué pasó en ese espacio y tiempo prácticamente inexistentes, pero eso no justifica, ni muchísimo menos, la afirmación gratuita de quienes, como el epistemólogo Jean Guitton, defienden que la mejor prueba de la existencia de un ser creador es que existen límites físicos al conocimiento.
Parece obvio que una visión teleológica[ii] del cosmos es infinitamente menos inquietante y resulta más gratificante que su contraria, pero, al postular que todas las leyes naturales que rigen la evolución del universo fueron diseñadas, en el marco de un «proyecto cósmico», con el fin de poder posibilitar la vida humana sobre este planeta, se peca gravemente de antropocentrismo, egocentrismo y acientificismo.
Los conocimientos biológicos actuales demuestran sin duda alguna que hasta el presente hubo cientos de miles de proyectos fallidos en los procesos evolutivos de las especies, eso es que cientos de miles de especies de todas clases siguieron caminos no viables que les llevaron, más pronto o más tarde, a su extinción; un proceso de selección natural que no ha concluido todavía y que seguirá en marcha mientras quede algún resquicio de vida en este planeta. En este contexto biológico, el hombre no es más que una de las especies supervivientes —por ahora— a la evolución de los ecosistemas terrestres.
En el supuesto de que exista algún dios creador/controlador, la evidencia de tantos cientos de miles de organismos vivos fracasados —mal planteados— desde su mismísima concepción, sólo podría sugerir que éste dios carece de habilidad y experiencia para crear seres vivos con eficacia o que disfruta lanzando a la vida a seres irremisiblemente condenados; en el mejor de los casos, podríamos llegar a la conclusión de que Dios también crea empleando los mismos mecanismos que son propios de la Naturaleza y de los humanos, eso es mediante el proceso del ensayo-error, cosa que, obviamente, no le puede hacer acreedor ni de la más mínima ventaja o superioridad sobre ningún ser vivo.
Al filósofo holandés Baruch Spinoza (1632-1677) no le faltaba razón cuando escribió que el finalismo o teleologismo «es un prejuicio desastroso, que nace de la ignorancia natural de los hombres y al mismo tiempo de una actitud utilitarista (...) a la vana, aunque tranquilizadora, ilusión de que todo está hecho para el hombre, se añade la mentalidad antropomórfica corriente, la cual, interpretándolo todo desde el modelo artesanal, impide el conocimiento de la necesidad absoluta, induciendo así a la superstición del Dios personal, libre y creador.»[iii]
Otro filósofo, el cultísimo enciclopedista francés Denis Diderot (1713-1784), ateo convencido después de ser educado por los jesuitas —de hecho fue encarcelado tres meses por criticar el teísmo en su obra Carta sobre los ciegos (1749)—, y famoso en su época por ser un brillante polemista, no supo que contestarle al matemático Leonard Euler cuando, durante un encuentro en la corte de la reina Catalina II de Rusia, éste le espetó: «Señor, (A+B)N/N = X, luego Dios existe. ¿Qué me responde a eso?»
El notable físico y matemático francés Pierre-Simon Laplace (1749-1827), referencia obligada para el estudio de la teoría de las probabilidades, en cambio, sí habría sabido responder a la fórmula envenenada de Euler con al menos tanta eficacia como la que demostró cuando Napoleón le interrogó acerca del lugar que ocupaba Dios en su teoría de un universo-máquina sin principio ni fin, expuesta en su Tratado de mecánica celeste (1799-1815). «Señor —le contestó Laplace al emperador—, no he tenido ninguna necesidad de manejar esa hipótesis.»
Tras siglos de debates filosóficos acerca de la existencia o no de un principio ordenador del universo y de un finalismo antropocéntrico, la cuestión sigue hoy abierta y candente dentro de muchos campos científicos. Así, mientras unos sostienen que la vida que conocemos es producto de una larguísima cadena de casualidades —difícilmente repetibles, pero casualidades al fin y al cabo—, otros argumentan que sólo un milagro intencionado puede explicar la conjunción de las muchísimas condiciones que son necesarias para que se produzca la vida.
El concepto de «Dios» es tan atractivo que incluso científicos que se han declarado agnósticos, como los físicos Heinsenberg o Einstein, han escrito ensayos, denominados místicos por algunos, en los que rozaban la idea de «Dios», pero de un dios absolutamente ajeno a la figura investida de atributos antropomórficos que postulan las religiones. «Sé que algunos sacerdotes están sacando mucho partido de mi física en favor de las pruebas de la existencia de Dios —le escribía Albert Einstein a un amigo, en una carta en la que negaba el rumor de su supuesta conversión al catolicismo—. No se puede hacer nada al respecto; que el diablo se ocupe de ellos.»
En cualquier caso, quizá todos los modelos científicos capaces de explicar la formación del universo tienen su límite en el llamado teorema de la incompletud de Gödel. Este teorema, postulado por Kurt Gödel (1906-1978), una de las figuras más importantes de toda la historia de la lógica, afirma que «dentro de todo sistema formal que contenga la teoría de los números existen proposiciones que el sistema no logra “decidir”, o sea, que no logra dar una demostración ni de ellas ni de su negación».
El teorema de la incompletud implica que ningún conjunto no trivial de proposiciones matemáticas puede derivar su prueba de consistencia del conjunto mismo, sino que debe buscarla en una proposición que esté fuera de él, algo aparentemente imposible para la metodología matemática y empírica en que se fundamenta la investigación cosmológica actual. El hecho de que siempre haya enunciados verdaderos indemostrables, que permanecen fuera del campo de las deducciones lógicas, «no significa —según señaló el físico Paul Davies— que el universo sea absurdo o carente de sentido, sino solamente que la comprensión de su existencia y propiedades cae fuera de las categorías usuales del pensamiento racional humano.»
Dentro de este espacio de incertidumbre formal que deja abierto el teorema de la incompletud de Gödel siempre puede volver a anidar la esperanza en la existencia de Dios, cosa que sin duda seguiremos propiciando ad infinitum los humanos; la falta de respuestas a algunas de las claves de nuestra existencia y el miedo a nuestro destino tras la muerte siempre serán más poderosos que la fuerza probatoria de los descubrimientos científicos que contradigan la visión teísta del universo.
De todos modos, resulta evidente que cuando uno comienza a interrogarse racionalmente sobre todo lo que rodea a Dios se da cuenta de que no puede llegar a conocer nada con certeza, ni su naturaleza, ni su existencia. Siempre cabe, claro está, refugiarse en los textos sagrados de cualquier religión que, cumpliendo la función para la que fueron escritos, dan certezas absolutas mediante evidencias preñadas de sí mismas y que repudian la lógica de la razón puesto que se han conformado dentro del subjetivismo de la emoción; pero éste es un camino que sólo sirve a quien busca, necesita o tiene ese tipo de dinámica mental que conocemos como fe, una actitud directamente relacionada con los procesos psicológicos derivados del pensamiento mágico (y que estudiaremos en los capítulos 2 y 3 de este libro).
La fe, sin duda alguna, puede mover montañas, pero jamás podrá explicarnos cómo se formaron o de qué están compuestas esas montañas que ha logrado desplazar. La fe en Dios, en su existencia y accesibilidad, puede tener innumerables ventajas para el psiquismo humano, pero resulta un instrumento absolutamente inútil para intentar conocer algo sobre dicho ser supremo, objetivo que, por encima de cualquier otro, alienta el trabajo que se plasma en este libro.
El gran sociólogo Emile Durkheim (1858-1917) centró muy bien el punto de mira cuando, en 1912, al referirse al conflicto entre la ciencia y la religión, afirmó: «Se dice que la ciencia niega por principio la religión. Pero la religión existe; es un sistema de datos; en una palabra, es una realidad. ¿Cómo podría la ciencia negar una realidad? Además, en tanto que la religión es acción, en tanto que es un medio para hacer que los hombres vivan, la ciencia no puede sustituirla, pues si bien expresa la vida, no la crea; puede, sin duda, intentar dar una explicación de la fe, pero, por esa misma razón, la da por supuesta. No hay, pues, conflicto más que en un punto determinado. De las dos funciones que cumplía en un principio la religión hay una, pero sólo una, que cada vez tiende más a emanciparse de ella: se trata de la función especulativa.
»Lo que la ciencia critica a la religión no es su derecho a existir, sino el derecho a dogmatizar sobre la naturaleza de las cosas, la especie de competencia especial que se atribuía en relación al conocimiento del hombre y del mundo. De hecho, ni siquiera se conoce a sí misma. No sabe de qué está hecha ni a qué necesidades responde. Ella misma es objeto de ciencia; ¡de ahí, la imposibilidad de que dicte sus leyes sobre la ciencia! Y como, por otra parte, por fuera de la realidad a que se aplica la reflexión científica no existe ningún objeto que sea específico de la especulación religiosa, resulta evidente la imposibilidad de que cumpla en el futuro el mismo papel que en el pasado.»[iv]
Si convenimos, por ejemplo, que Dios —su concepto— es un diamante en bruto, podríamos decir que lo que fundamentalmente nos interesa será conocer al máximo su materia base —carbón puro comprimido en una estructura cristalina compacta—, las condiciones de calor y presión que hicieron posible ese tipo de cristalización y, en menor grado, las impurezas minerales que le tiñen de uno u otro color. Todo lo demás será accesorio. Es cierto que el diamante en bruto no parece bello, pero también es obvio que la gema tallada no es auténtica desde el punto de vista de la realidad geológica.
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