De este modo, podemos decir, y sin ánimo de exagerar, que la Iglesia católica es la semilla del reino de Dios aquí en la tierra esperando su cumplimiento y manifestación definitiva en el cielo. Pero no podemos caer en la exageración de identificar el reino de Dios con la Iglesia, ya que donde las fronteras geográficas o demográficas limitan el radio de acción de la misma, la gracia extra-sacramental sigue actuando, conduciendo a los hombres hacia la Verdad. En otras palabras, las “semina verbi” esparcidas en el ancho campo de la creación. Esto supone el fundamento, ineludible y apremiante, de la misión de la Iglesia que no puede resistirse a pensar que la salvación por ser universal es gratuita y directa.
A los cristianos nos apremia la caridad de Cristo para con todos los pueblos y razas del mundo.  Esto hace muy actuales aquellas palabras del beato Pablo VI “Con demasiada frecuencia y bajo formas diversas se oye decir que imponer una verdad, por ejemplo la del Evangelio; que imponer una vía, aunque sea la de la salvación, no es sino una violencia cometida contra la libertad religiosa. Además, se añade, ¿para qué anunciar el Evangelio, ya que todo hombre se salva por la rectitud del corazón? Por otra parte, es bien sabido que el mundo y la historia están llenos de “semillas del Verbo”. ¿No es, pues, una ilusión pretender llevar el Evangelio donde ya está presente a través de esas semillas que el mismo Señor ha esparcido? Cualquiera que haga un esfuerzo por examinar a fondo, a la luz de los documentos conciliares, las cuestiones de tales y tan superficiales razonamientos plantean, encontrará una bien distinta visión de la realidad.

Sería ciertamente un error imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda hacer —sin coacciones, solicitaciones menos rectas o estímulos indebidos—, lejos de ser un atentado contra la libertad religiosa, es un homenaje a esta libertad, a la cual se ofrece la elección de un camino que incluso los no creyentes juzgan noble y exaltante. O, ¿puede ser un crimen contra la libertad ajena proclamar con alegría la Buena Nueva conocida gracias a la misericordia del Señor? O, ¿por qué únicamente la mentira y el error, la degradación y la pornografía han de tener derecho a ser propuestas y, por desgracia, incluso impuestas con frecuencia por una propaganda destructiva difundida mediante los medios de comunicación social, por la tolerancia legal, por el miedo de los buenos y la audacia de los malos?

Este modo respetuoso de proponer la verdad de Cristo y de su reino, más que un derecho es un deber del evangelizador. Y es a la vez un derecho de sus hermanos recibir a través de él, el anuncio de la Buena Nueva de la salvación. Esta salvación viene realizada por Dios en quien Él lo desea, y por caminos extraordinarios que sólo El conoce. En realidad, si su Hijo ha venido al mundo ha sido precisamente para revelarnos, mediante su palabra y su vida, los caminos ordinarios de la salvación. Y Él nos ha ordenado transmitir a los demás, con su misma autoridad, esta revelación. No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza —lo que San Pablo llamaba avergonzarse del Evangelio—, o por ideas falsas omitimos anunciarlo? Porque eso significaría ser infieles a la llamada de Dios que, a través de los ministros del Evangelio, quiere hacer germinar la semilla; y de nosotros depende el que esa semilla se convierta en árbol y produzca fruto” (Evangelii Nuntiandi 80).
Con este pensamiento, la Iglesia católica fue capaz siempre de abrirse a nuevos horizontes humanos y geográficos. En el s. XVI el Evangelio llegaba a la otra parte del mundo e iba arraigando en las queridas tierras americanas. Dios se valió tanto de la ingeniería de caminos de Roma como de la pericia de los españoles para extender su mensaje a toda la tierra de Oriente a Occidente. La semilla buena fue extendiéndose por doquier llevando la Escritura, los Mandamientos, el Magisterio eclesiástico, las obras de caridad a los confines de la tierra. Se fueron forjando sociedades cuyas legislaciones estaban inspiradas en principios cristianos, o sea, teniendo a la ley natural como base firme y sólida de las mismas. A esta influencia cristiana en las legislaciones, en la configuración de las sociedades es a lo que llamamos “humanismo cristiano”.
Este humanismo se basa, esencialmente, en la “ley natural” antes apuntada. ¿Qué es la ley natural? Según el Catecismo de la Iglesia Católica: «La ley divina y natural muestra al hombre el camino que debe seguir para practicar el bien y alcanzar su fin. La ley natural contiene los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral. Tiene por raíz la aspiración y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del prójimo en cuanto igual a sí mismo. Está expuesta, en sus principales preceptos, en el Decálogo. Esta ley se llama natural no por referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana» (1955) y continúa diciendo: «La ley natural, presente en el corazón de todo hombre y establecida por la razón, es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres. Expresa la dignidad de la persona y determina la base de sus derechos y sus deberes fundamentales» (1956).
Pero no crea el lector que esto es una construcción cristiana o católica, la ley natural está ya presente en la filosofía pagana o precristiana como demuestra este texto de Cicerón: «Existe ciertamente una verdadera ley: la recta razón, conforme a la naturaleza, extendida a todos, inmutable, eterna, que llama a cumplir con la propia obligación y aparta del mal que prohíbe. […] Esta ley no puede ser contradicha, ni derogada en parte, ni del todo» (De Republica 3,22,33).
Así, de este modo, la historia de la humanidad y del pensamiento llegó hasta, lo que los historiadores denominan “época moderna” que se inicia en el s. XVI en el Renacimiento, donde comenzará a sucederse la inversión de valores y criterios cristianos. En otras palabras, momento en que la cizaña, plantada por el antiguo enemigo (del que hablaremos más adelante), germinó con fuerza.
Continuará