El pasado domingo XVI del “tempus per annum” (= tiempo ordinario) las lecturas que ofrecía el leccionario católico emanado de la reforma litúrgica conciliar nos presentaban una serie de parábolas con las que el Señor intenta explicar a sus coetáneos qué es el Reino de Dios. De entre las tres parábolas propuestas, destaca la primera, la titulada “Parábola del trigo y la cizaña”. No entraremos a describir los diversos elementos alegóricos, pues ya el mismo Cristo se encargó de ello sino que haremos una lectura actual de esta parábola que puede iluminar bastante bien la situación en la que la sociedad y la Iglesia se encuentran.

«Un hombre que sembró buena semilla en su campo»
El origen de todo cuanto existe, ha existido y existirá es Dios mismo; su libre voluntad creadora. Desde la fundación del mundo y la aparición de la vida en él, independientemente de toda aportación científica acerca del mismo, el hombre ha querido siempre relacionarse con todo aquello que le superaba o trascendía. La dimensión religiosa es algo que está ínsito a la naturaleza humana. Todo hombre siente, constantemente, la necesidad de creer, de abrirse al misterio e, incluso, de aprehender el misterio y encerrarlo en categorías humanas. Pero esto no es puro prurito intelectual del ser humano sino que surge de la misma manifestación que Dios hizo de si mismo. A esta primera manifestación a través del mundo y de las criaturas, la llamamos “revelación  natural”. Pero esto era sólo la primera fase del proyecto salvífico divino.
Las civilizaciones de la antigüedad quedaron tan entusiasmadas con esta revelación natural que cayeron en el error de quedarse ahí y no evolucionar. Esto mismo lo plasma el libro de la Sabiduría con estas palabras «Son necios por naturaleza todos los hombres que han ignorado a Dios y no han sido capaces de conocer al que es a partir de los bienes visibles, ni de reconocer al artífice fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa y a los luceros del cielo, regidores del mundo. Si, cautivados por su hermosura, los creyeron dioses, sepan cuánto los aventaja su Señor, pues los creó el mismo autor de la belleza. Y si los asombró su poder y energía, calculen cuánto más poderoso es quien los hizo, pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se descubre por analogía a su creador. Con todo, estos merecen un reproche menor, pues a lo mejor andan extraviados, buscando a Dios y queriéndolo encontrar. Dan vueltas a sus obras, las investigan y quedan seducidos por su apariencia, porque es hermoso lo que ven. Pero ni siquiera estos son excusables, porque, si fueron capaces de saber tanto que pudieron escudriñar el universo, ¿cómo no encontraron antes a su Señor?» (Sab 13, 1-9).
Sin embargo, de aquellos pueblos antiguos hubo uno que tuvo la dicha de salir del círculo vicioso que las religiones naturales imponían. Un pueblo que, formado a lo largo de los siglos, evolucionó del politeísmo pagano al monoteísmo unipersonal. Ese fue el pueblo judío. El depositario de las promesas y el que tenía la misión de llevar la salvación a todos los pueblos de la tierra, pero cayeron en la corrupción y el proselitismo. Un pueblo que cifra sus orígenes en Abrahán, Isaac y Jacob, tres nombres que funden tres tradiciones llegando a la unión de las doce tribus en una sola entidad civil, jurídica y religiosa acaudillada por Moisés, quien los libera de la opresión faraónica de Egipto. El pueblo judío tiene a Moisés como autor de la ley, al rey David como autor de la nación judía y Salomón como autor de la eucología (oraciones y salmos) y del templo. En el pueblo veterotestamentario la revelación natural ofrece la base óptima para que Yahvé pueda revelarse a través de sus mediaciones. Es una revelación personal pero aun velada bajo el manto de los signos, símbolos y personas (jueces, reyes, sacerdotes y profetas).
Pero llegada la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4,4). Vino, también, el fin de las promesas y el cumplimiento definitivo de las mismas. Esto se produjo en medio del pueblo judío con la encarnación y nacimiento del Verbo divino, es decir, de Jesucristo, el Unigénito de Dios.  Dios mismo hecho hombre total y verdadero que nos descubre la identidad esencial de Dios. Cristo nos enseña que nuestra fe no se basa en un monoteísmo unipersonal sino en un monoteísmo tripersonal. Un Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo que, entre las consecuencias que esto tiene, de momento destacaré una: el carácter personal de Dios. Un Dios que se relaciona con el hombre, que habla con el hombre, que actúa en favor del hombre; y del hombre reclama fe, adoración y culto latréutico.
Cristo, con su vida, su predicación, sus milagros, su pasión, muerte y resurrección; descubre al hombre su vocación última: vivir una intensa relación con Dios, a la que llamaremos “santidad”, y habitar definitivamente con él en la gloria, a la que llamaremos “divinización”. Pero detengámonos, por un momento, en la cuestión de la Trinidad, porque es el fundamento para entender todo lo que a lo largo de este artículo se dirá.
Esta verdad dogmática no fue pacíficamente aceptada en el cristianismo naciente ya que o bien se quería salvar el monoteísmo judío y por tanto se soslayaba la distinción tripersonal (monarquianismo, modalismo), o bien se quería subrayar la novedad cristiana de las tres Personas obviándose el monoteísmo (triateísmo).
Como respuesta a todas ellas, la doctrina de la Iglesia sobre la Trinidad ha quedado tal que así: en Dios hemos de considerar una misma y única esencia divina y tres personas divinas que se establecen por cuatro relaciones personales, a saber: la Paternidad: relación del Padre respecto del Hijo; la Filiación: relación del Hijo respecto del Padre; la espiración activa: relación del Padre y del Hijo respecto del Espíritu Santo; y la espiración pasiva: relación del Espíritu Santo respecto del Padre y del Hijo, siendo esta última la que constituye en persona al Espíritu Santo.
Al lado de estas cuatro relaciones están las dos procesiones trinitarias que también supusieron algunas dificultades. Por procesiones entendemos la procedencia del Hijo y del Espíritu Santo de Dios Padre como fuente y origen. La primera procesión es la del Hijo que es engendrado, no creado, por el Padre eterno, pero para entender bien esto hemos de prescindir de los conceptos de espacio-tiempo. La generación del Hijo se produce en la eternidad y no en la sucesión temporal. De tal modo que el Padre comienza a serlo en cuanto que engendra al Hijo, es decir, el Hijo le hace ser Padre y el Padre le hace ser Hijo. Y esto se produce en la eternidad, en el principio sin principio.
La segunda procesión trinitaria es la del Espíritu Santo. Según la teología católica ésta se produce por el Padre y el Hijo como un mismo y único principio generador. Esto fue expresado en el Credo con la inclusión de la controvertida y conocida fórmula “filioque” (= y por el Hijo). Esta expresión tiene su origen en España, concretamente en el III Concilio de Toledo (589) y venía a expresar mejor la teología de la procedencia del Espíritu Santo que siempre había sostenido la Iglesia desde el Concilio de Constantinopla (381).
Así pues, la Trinidad, en cuanto misterio divino que nos supera, es difícil de comprender. Cualquier formulación que se haga siempre será un intento de aproximación para trasvasar las verdades divinas a categorías racionales humanas. Pero, sea como sea, el mejor concepto para entender la Trinidad es el de “comunión de personas”. Dice el Concilio de Florencia que “In Deo omnia sunt unum ubi non obviat relationis oppositio” (= en Dios todo es único donde no lo impide la oposición de relación). En otras palabras, solo la esencia divina, la gloria, el poder y la adoración es común a las tres Divinas Personas, pero en cuanto que entre ellas se establece una oposición que las relaciona, las hace distintas unas de otras. De modo parecido ocurre con nosotros los humanos: la naturaleza humana, el compuesto humano, es común a todos, todos participamos de la misma y única naturaleza humana; sin embargo, cada uno de nosotros concretamos esta naturaleza y nos diferenciamos unos de otros por las relaciones personales que establecemos, de tal manera que frente al Yo está el Tú, un tú que me interpela y me hace ser consciente de mi ser en el mundo.
Todo este entramado teológico dio como consecuencia un concepto de persona tal, que configuró, no solamente todo el Occidente cristiano, sino también la de los nuevos mundos descubiertos allende el mar. Un concepto que hace de la persona un compuesto único de alma y cuerpo, creado a imagen y semejanza del Dios Trino y que por tanto es sujeto de derechos inalienables y obligaciones intransferibles. El Dios personal, antes citado, reclama un compuesto personal individual al que revelarse por puro amor, libertad y misericordia otorgándole así el mando sobre lo creado y la dignidad de ser elevado a hijo suyo, en el Hijo-Jesucristo, por el bautismo. Y esta, queridos lectores, ha sido la enseñanza católica desde que la Iglesia, fundada por Jesucristo, recibió el mandato de anunciar, enseñar y bautizar.
Continuará