miércoles, 5 de octubre de 2016

LA EXCELENCIA DEL AMOR CONYUGAL



Nos preocupa hondamente descubrir signos claros de decadencia en la sociedad actual: alcoholismo creciente, drogadicción desbordante, indisciplina -cuando no violencia- en las aulas, disminución de la natalidad, corrupción en diversos aspectos de la vida... Pero no basta sentir preocupación. Como miembros de una sociedad culta, debemos esforzarnos en descubrir las causas de tal deterioro para buscar posibles remedios. Hoy se está comprobando, por ejemplo, que buena parte de los fracasos escolares responden a la soledad y a la falta de acogimiento que sufren muchos niños en sus hogares. Este conocimiento puede ser el punto de partida para un cambio de conducta en la vida familiar.

Sabemos que la corrupción de la vida humana, en todos los niveles, comienza por la corrupción de la mente. Y ésta se manifiesta en la confusión de los conceptos, la superficialidad de los planteamientos, la precipitación a la hora de tomar decisiones. De ahí la urgencia de neutralizar los efectos nefastos de la manipulación, ordenar la mente, clarificar las palabras, aprender a utilizar el lenguaje de forma precisa y a plantear bien los problemas.

Para ello es indispensable ejercitar la inteligencia de tal modo que adquiera las tres condiciones que le confieren madurez, a saber: largo alcance, amplitud y profundidad.La persona de inteligencia madura 1) no se queda, de forma miope, en las impresiones inmediatas; va más allá, otea un horizonte más amplio; 2) presta atención, sinópticamente, a los diferentes aspectos que presenta una realidad o un acontecimiento; 3) procura captar el sentido de todos ellos y del conjunto al que pertenecen.

Cuando se ejercita este tipo de inteligencia tridimensional, se descubre que las grandes cuestiones de la vida que se han discutido últimamente en nuestra sociedad fueron planteadas de modo inadecuado, por unilateral. Se comenzó poniendo de relieve algún aspecto de las mismas que conmueve la fibra sentimental de las gentes, pero se dejaron de lado ciertas vertientes de la misma que, por su gravedad, deben ser sometidas a un estudio detenido y penetrante. La metodología filosófica nos advierte que la primera condición para plantear adecuadamente un problema es poner sobre el tapete todas las variables del mismo. Por eso resultó desazonante observar que dichos temas fueron tratados, en muchos países, de modo reduccionista.

En el caso del divorcio, se lo redujo a un medio para resolver el problema de los "matrimonios rotos" y se fingió ignorar el hecho insoslayable de la repercusión negativa que suelen tener sobre los hijos las desavenencias de los padres que culminan en alguna forma de ruptura. Este planteamiento parcial puede responder a un afán manipulador de vencer a las gentes sin tomarse la molestia de convencerlas. En todo caso, refleja un tipo de inteligencia que carece de largo alcance y se queda presa en lo inmediato, en el afán de solucionar los problemas de modo expeditivo sin atender a las consecuencias que puedan tener las decisiones tomadas.

En cambio, el que dota su inteligencia de las tres dimensiones antedichas se esfuerza en superar el impacto que produce en su ánimo el primer enfrentamiento con los conflictos concretos y dedica tiempo a pensar qué sucede más allá de la proclamación de la ley divorcista y de cada acto concreto de divorcio. Tal reflexión le permite descubrir, mediante la confrontación con lo sucedido en otros países, que los divorcios causan perturbaciones nada leves en la conducta de los hijos y la ley divorcista provoca, al cabo de cierto tiempo, una grave alteración de la idea de matrimonio como forma de unión indisoluble. Es sabido que la importancia de las leyes no radica sólo en lo que prohíben o prescriben sino en el clima espiritual que crean.

Esta persona reflexiva desea cordialmente resolver la situación problemática de quienes juzgan inevitable la separación o el divorcio, pero al mismo tiempo se considera obligada a sopesar las desdichas que puede acarrear dicha medida en un plazo corto o medio. Esta actitud ponderada corre riesgo de ser tachada de anticuada e intolerante por quienes la interpreten como insensibilidad para el inmenso dolor que implican los fracasos amorosos. Una sociedad que glorifica el cambio y lo convierte en término "talismán" suele ser muy agresiva con quienes -a su entender- niegan a los demás la libertad de realizarlo arbitrariamente.

Por esta y otras razones, es de temer que la ley divorcista sea de hecho irreversible. No cabe esperar de momento que los gobiernos asuman el riesgo de recortar las "libertades" que concede dicha ley. Son meras "libertades de maniobra" -libertades para decidir arbitrariamente el futuro de la propia unidad matrimonial-, pero hoy suele confundirse esta forma de libertad con la "libertad para la creatividad" y se la considera indispensable para vivir con dignidad personal.

Lo que sí está en nuestros manos es incrementar el conocimiento de la insospechada riqueza que encierran las formas de unidad que podemos crear con las realidades del entorno, sobre todo las más elevadas y valiosas. Este conocimiento nos llevará a valorar muy alto la unidad matrimonial y a incrementar la estima de una forma de vida que parece hallarse hoy día injustamente depreciada.


El valor de la relación

Sabemos por la Ciencia actual que todas las realidades del universo, desde las infinitivamente pequeñas hasta las inmensamente grandes, se basan en la relación. Los últimos elementos que constituyen la materia son "energías estructuradas", energías interrelacionadas. "La materia no es más que energía ´dotada de forma´, informada -escribe el físico atómico canadiense Henri Prat-; es energía que ha adquirido una estructura" (1). Una estructura es un conjunto ordenado de relaciones. Una relación es el ingrediente mínimo de una estructura. "Dadme un mundo -un mundo con relaciones- y crearé materia y movimiento", afirma contundentemente el gran físico inglés A. S. Edington (2).

De modo semejante, la vida vegetal y la animal se basa en interrelaciones. Basta recordar el carácter sexuado de plantas y animales, la polinización de las plantas, los microclimas que hacen posible la vida de los árboles en el bosque... Todos los seres infrapersonales viven en interrelación, pero no lo saben ni lo quieren. Obedecen a una ley básica del universo, que ensambla todos los seres entre sí.

También el ser humano está regulado por esa ley, pero tal regulación deja de ser en él inconsciente y pasiva para convertirse en lúcida y activa. La Biología más cualificada nos enseña actualmente que el hombre es un "ser de encuentro"; vive como persona, se desarrolla y perfecciona como tal creando toda suerte de encuentros. Viene del encuentro amoroso de sus padres, nace en un entorno que es una trama de relaciones personales y está llamado a crear nuevas relaciones amistosas. Es un excelso y temible privilegio suyo el deber ir creando a lo largo de su vida el tejido de relaciones que ha de constituir su hogar espiritual. Si lo hace, alcanza su pleno desarrollo. Si rehuye hacerlo, se bloquea y destruye.

La vida familiar tiene el cometido excelso de acoger al hombre recién nacido, suscitar en su ánimo un sentimiento de confianza en el entorno y sugerirle la importancia decisiva de las relaciones para su vida. La formación del niño consiste en hacerle vivir en un clima propicio a la creación de relaciones de encuentro y sugerirle, mediante el ejemplo y la palabra, la riqueza que encierra crear modos de unidad cada vez más estrechos y fecundos con las realidades del entorno. El modo de unidad más valioso es sin duda el que denominamos encuentro, visto en sentido riguroso. Cuando un joven descubre las inmensas posibilidades creativas que nos abren los distintos modos de encuentro, queda bien dispuesto para comprender a fondo la alta calidad de la vida familiar.

A este grado altísimo de calidad aludimos al hablar de la "indisolubilidad" del matrimonio, de la necesidad de crear una relación conyugal "para toda la vida". Al utilizar estas expresiones, no queremos subrayar tanto la duración temporal del matrimonio cuanto la alta calidad que debe tener el modo de unidad que el mismo implica. Con todo fundamento podemos facilitar a los recién casados esta esperanzada clave de orientación: "Procurad vivir el amor de forma auténtica, y vuestra unidad conyugal tendrá una capacidad insospechada de perduración". De forma análoga, aunque en nivel muy superior, al hablar de "vida eterna" en el aspecto religioso, no queremos acentuar en primer lugar su duración ilimitada sino su carácter excelso.

Esa sorprendente calidad de la unión matrimonial procede del hecho decisivo de que la unidad que es fruto de una mutua entrega generosa constituye en la vida humana unameta, no un mero medio para un fin ajeno a ella. Suele decirse que "la unión hace la fuerza". Y es verdad, pero puede llevar al error de pensar que la unidad tiene como fin hacernos fuertes. El estado actual de la investigación -científica, antropológica, ética, axiológica, estética...- nos permite ver que la unidad formada por una confluencia de interrelaciones marca en nuestra vida una cumbre. Si nos unimos de esta forma, somos "per-fectos", alcanzamos nuestra plenitud como personas. La unidad, por tanto, es la meta de nuestra existencia de personas. Al romper tal unidad, empobrecemos nuestra realidad personal hasta un punto que tal vez no podemos sospechar.

Por esta profunda razón, toda actitud que frene o anule la posibilidad de lograr un modo de unidad muy elevado se muestra antiética, adversa a nuestro proceso de desarrollo personal. De ahí le gravedad que encierran las actitudes de egoísmo, autonomismo desarraigado, altanería, hosquedad, infidelidad, insolidaridad y otras semejantes. La experiencia nos confirma a diario que nos perfeccionamos como personas cuando colaboramos a crear realidades que nos envuelven y nutren espiritualmente. Piénsese en la interrelación fecundísima que podemos establecer con nuestra familia y con toda suerte de instituciones. Por el contrario, nuestro ser pierde vitalidad y se asfixia cuando pretendemos autoabastecernos y nos desvinculamos de cuanto está llamado naturalmente a tejer con nosotros la trama de vínculos que es una personalidad bien lograda.

Inspirado por la alta idea que tiene de la vida conyugal, Luis Riesgo Méndez –doctor en Filosofía y psicólogo especialista en orientación matrimonial- ha consagrado su notable poder de análisis a la clarificación de diversos equívocos que entorpecen la comprensión exacta de lo que es e implica la vida familiar (3). En esta obra somete a análisis las consecuencias de una ley divorcista que fue presentada como una solución inocua al problema de los conflictos familiares pero, a los 20 años de su promulgación, nos lleva a pensar que -en expresión casera- "fue peor el remedio que la enfermedad". Una vez más se confirma la regla según la cual un planteamiento mal hecho -por ser demagógicamente parcial- no ayuda nunca a resolver los problemas sino que causa mayores males. De ahí que la primera obligación de los dirigentes en el momento de las grandes decisiones es comprometerse a plantear los temas con el mayor rigor.

Reflexionar sobre las consecuencias de la ley divorcista es una tarea que atañe a los legisladores pero no menos a cada una de las personas que constituyen la sociedad, pues todos somos seres de encuentro y nos vemos obligados por nuestro mismo ser personal a crear toda suerte de formas de unidad, entre las que sobresalen las amorosas y familiares. No estamos sólo ante la cuestión de cómo ordenar nuestra vida de relación social, sino de cómo lograr las formas de unidad que otorgan a nuestra persona su peso, su efectividad y su valor.

La fecundidad de la "Pedagogía del ideal"

La grandeza y la fecundidad de tales formas de unidad las descubren los jóvenes por sí mismos cuando se percatan de que el ideal auténtico de su vida, el que les lleva a su más alta realización personal, es el ideal de la unidad. Si queremos ayudar eficazmente a los jóvenes a recuperar la capacidad de admiración ante las virtualidades que posee la unidad matrimonial, rectamente concebida y realizada, debemos poner en juego una "Pedagogía del ideal" bien fundamentada y articulada.

Cuando se vive la vida matrimonial con la energía que genera el ideal de la unidad, se toma como una meta el conservar e incrementar la unión hogareña. Romper esa unión es considerado entonces como un fracaso. Si los esposos empiezan a perder la concordia debido a algún fallo -ausencias no justificadas, infidelidades, gastos excesivos, mal humor, falta de colaboración...-, pensarán ante todo en superar esa crisis evitando los motivos de disgusto y roce. No recurrirán precipitadamente a la separación o incluso al divorcio en busca de una salida fácil y radical. Con alguna dosis de paciencia y voluntad de mutua ayuda, se consigue, a menudo, reorientar la vida de familia y recuperar la paz y la alegría. Los defectos y los fallos son superables de ordinario cuando se camina hacia el logro de la unidad, considerada como el término de un ilusionado peregrinaje.

"Como psicólogo -escribe el gran pedagogo alemán Josef Kentenich- puedo subrayar en principio que el secreto de la maduración de los jóvenes radica en el desarrollo del ideal personal". "Las dificultades juveniles son superadas en lo esencial cuando los jóvenes encuentran su ideal personal" (4).

Asombra ver la capacidad de soportar penurias que tenemos cuando nos proponemos alcanzar una meta difícil. Vivir la unidad matrimonial de modo auténtico es una tarea ardua, pero no resulta imposible para quien orienta sus energías hacia un valor muy alto, el más alto, el que constituye nuestro ideal de seres personales. Este valor ha de ser cuidado con el mayor esmero, evitando lo que pueda ponerlo en peligro. A veces se inicia, fuera del matrimonio, una relación amistosa de forma espontánea y bienintencionada, pero en el momento menos pensado surge la llamarada del enamoramiento, que da al traste con la unidad familiar elaborada durante años.

El que adopta en la vida una actitud hedonista y posesiva tiende a considerar la unidad matrimonial como algo de que dispone y que puede cambiar por una relación más gratificante. El que acepta que la verdadera libertad humana consiste en vivir inspirado por el ideal de la unidad y elegir en todo momento lo que le conduce hacia él no se siente dueño del hogar que colaboró a fundar; lo respeta incondicionalmente, por ser fruto de la unión con el ser amado y posible fuente de nuevas vidas personales. Cuando piensa que nada hay en el mundo tan sorprendente como el hecho de que dos personas puedan dar origen a un nuevo ser personal -capaz de sentir, querer, pensar, elaborar proyectos, sacrificarse por los demás, abrigar creencias y convertirlas en el impulso de su vida...-, se siente traspasado por un extraño escalofrío de emoción al verse colaborando con la obra creadora de Dios.

Esta colaboración va unida con un grado de máxima alegría. "Con un signo preciso -escribe el gran filósofo Henri Bergson- la naturaleza nos advierte que nuestra meta ha sido lograda. Este signo es la alegría. Digo la alegría y no el placer. El placer no es más que un artificio imaginado por la naturaleza para obtener del ser viviente la conservación de la vida; no indica la dirección en que la vida está lanzada. Pero la alegría anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha reportado una victoria: toda gran alegría tiene un acento triunfal" (5). No hay mayor triunfo que crear y mantener un hogar donde se cultiva el amor personal y se da vida a nuevos seres, para establecer, así, una corriente incesante de amor y servicio generoso.

"Un místico hindú estaba durmiendo y soñaba que la vida era sólo alegría; despertó y se dió cuenta de que la vida es nada más servicio. Comenzó luego a servir, y supo que sólo el servicio es alegría" (6).

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