SIN CONTRATO SEXUAL, NO HAY CONTRATO SOCIAL
Sin embargo, por causa de las fornicaciones tenga cada uno su propia mujer, y tenga cada una su propio marido (1Co 7,2)
En las brumas de los tiempos, la Tierra era un paraíso. Pero ahí estaba el ancestro del hombre, que transgredió todas las leyes de la naturaleza, y tras liquidar todo el alimento y expulsar o liquidar a sus competidores, tuvo que contar sólo consigo mismo y echar mano del árbol de su propia vida (¡uf!), meterse a creador (¡o a criador!), “hacerse como Dios”. ¿Y qué creó? ¿Qué crió? De su propia carne creó al esclavo. ¡Gran creación! ¿No fue la esclava? También, pero no sólo. Cierto que cuando el Ritual Romano del Matrimonio proclamacompañera te doy, que no esclava, es porque la inclinación del hombre a esclavizar a la mujer, tenía ya un largo recorrido.
Dios había visto que el hombre estaba solo, solo e incompleto, y que así era imposible la vida. Y por eso creó la sociedad hombre-mujer. El primer cimiento de la sociedad humana. Pero con la mala inclinación a dominarla y esclavizarla:Tu ansia te llevará a tu marido y él te dominará (Gn 3,16). Por eso Dios empuja al hombre hacia el bien y le dice: Compañera, no esclava. Contrato sexual, acuerdo, avenencia, no servidumbre, no esclavización, no la pata o el alma quebrada y atada a la cama.
Desde que el hombre crea al esclavo sacándolo de sí mismo, del mismo modo que narra el Génesis que sacó Dios a Eva de una costilla de Adán (cf. Gn 2,22), todo su afán es ser señor y tener esclavos. Papeles que van rotando frenéticamente a lo largo de la historia. Y es la fuerza la que determina quién es señor y quién esclavo.
Pero en este nuevo invento humano, puesto que la hembra humana, la mujer, es capaz de prestarle al hombre un servicio que éste ambiciona con enorme codicia, es ella la que precisamente por su condición de hembra-bien-codiciado soporta con mayor frecuencia el papel de “esclava”. De manera que en muchas civilizaciones a lo largo de la historia de la humanidad, mujer y esclava han sido casi sinónimos. Y esta sinonimia es más cierta en lo referente a su función sexual. En pocas civilizaciones se ha librado la mujer de la servidumbre sexual. Pero consolémonos, que no es ella sola: también hombre y esclavo han sido sinónimos durante la mayor parte de la historia de la humanidad. Tanto para la esclava (sexual) como para el esclavo (laboral), en el otro bando estaba el señor. Ésa fue la singularísima forma de socialización con que se estrenó el hombre fuera del paraíso. Sin contrato, claro está. Lejos, inmensamente lejos del contrato social de Rousseau.
Rousseau impresionó al mundo con su libro El Contrato Social, en el que desarrolla la fundamentación lógica del traspaso de la soberanía del rey-soberano, al pueblo-soberano, para mantener el modelo de socialización de la monarquía. Y recurre, como en su día el feudalismo, a un hipotético contrato entre el súbdito-ciudadano y el que ostenta el poder, ya sea hereditario o electivo. Y en cambio pasa por alto el “contrato sexual” que, éste sí, es el cimiento de toda sociedad.
Pero una vez abolida la esclavitud, la apetencia del hombre por la mujer no disminuyó ni un ápice, y por consiguiente el hombre se buscó la manera de seguir gozando de ella sin incurrir en esclavización. Inventó por tanto el CONTRATO SEXUAL.
El primero que conocemos en nuestra civilización es el matrimonio, que convivió con la esclavitud sexual propia de otras dos instituciones: la prostitución y elcontubernio o concubinato. En el matrimonio, el estado social de la mujer era el de “libre”; en las otras instituciones, su estatus era el de esclava. Tal como en la prostitución y el contubernio no había más que opresión sexual (el amo utilizaba el sexo como incentivo para granjearse la fidelidad y el rendimiento laboral de los esclavos; el trabajo sexual de las esclavas era intensivo por tanto), en el matrimonio prevalecía la represión sexual, a la que luego y durante más de mil años se llamó fidelidad: porque a los romanos (que ellos fueron los fundadores del matrimonio tal como lo conocemos en occidente) de la esposa les interesaba más el heredero (y por tanto, la función de madre: de ahí matri-monio) que la satisfacción de sus apetitos, para la que disponían sin restricción de esclavas y esclavos (las “costumbres” romanas obligaban a los amos a sodomizar a los esclavos para hacerles sentir así su total dominación).
Muchísimo antes que la conversión del trabajo esclavo en trabajo contractual (que no es lo mismo que liberarse de la esclavitud del trabajo), fue la conversión del sexo esclavo en sexo contractual. Que tampoco fue lo mismo que librarse la mujer de la servidumbre sexual. Como en el trabajo, lo que hasta entonces había tenido el carácter de obligatorio, pasó a tener el de “voluntario”. Es la misma idea del “contrato social” de Rousseau pero aplicado a la primera célula de toda sociedad, que es la pareja de un hombre y una mujer (pero no unida por la fuerza de él sobre ella, sino por el contrato matrimonial).
Fue en efecto el matrimonio, la primera fórmula de contrato sexual. Pero muy lejos del sexo esclavo, puesto que en el contrato se incluía como parte fundamental y conditio sine qua non, el derecho de maternidad de la mujer (asociado al derecho de paternidad del hombre).
Este “contrato sexual” que era a la vez un “contrato social” funcionó perfectamente en la sociedad esclavista para los hombres y mujeres libres, puesto que quedaban esclavas para cargar sobre ellas la sobrecarga sexual que no desearan las esposas-madres. Pero lo realmente difícil fue acabar con el sexo esclavo, igual que es muy difícil (nunca se ha conseguido) acabar con los niveles de explotación laboral que hacen esclavo el trabajo). Ahí tenemos la prostitución, la esclavitud sexual por antonomasia (que el feminismo se ha empeñado en transformar en “trabajo sexual”) que, instituida en nuestra civilización por los romanos, ha vencido el paso de los milenios y sigue enormemente próspera.
Pero quedaba la otra fórmula de esclavitud sexual, el contubernio, mucho más próximo al matrimonio y más fácil por tanto de convertirlo en contractual, es decir en “contrato sexual”. Y eso es lo que hizo el cristianismo: convertir en matrimoniales (contractuales por tanto) las uniones contuberniales: despojándolas en la medida de lo posible de su carácter coactivo en lo que respecta a su función sexual fundacional. Pero no era tan fácil liberar a la concubina de la obligación que le había impuesto el amo de hacer de esclava sexual del esclavo. Mientras la esposa estaba en régimen de represión sexual, la concubina estaba en régimen de opresión sexual.
Y bien, con esos mimbres el cristianismo tejió el matrimonio, sagrado por más señas, e indisoluble: para proteger a la mujer de los tremendos abusos del divorcio romano y del repudio judío. Se la dotó del derecho de maternidad y de familia (indispensables para la construcción de la sociedad); pero no se consiguió liberarla de la opresión sexual que le había impuesto el contubernio. San Pablo, en efecto, formulando un perfecto “contrato sexual” bajo la ficción de que hombre y mujer son sexualmente iguales, establece: “El marido debe cumplir son su mujer el deber conyugal, y la mujer con su marido. La mujer no tiene potestad sobre su cuerpo, sino el marido. Como tampoco el marido la tiene sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os esquivéis el uno al otro… (1Co 7,3). Clarísimo: los dospor igual tienen deberes sexuales recíprocos. Así que nada de esquivar el sexo. Ni él, ni ella. Un contrato sexual tan perfecto como el contrato social de Rousseau.
Ciertamente un contrato sexual tan cogido por los pelos como el contrato social de Rousseau. Y que, como éste, tiene numerosos agujeros negros. Mucha más imposición de la que admite el contrato (de hecho, no admite ninguna, porque en ambos contratos, “voluntariamente” se cede el poder a la contraparte). Y cuando una de las partes constata o simplemente “siente” que se está incumpliendo el contrato, aflora la violencia. Violencia sexual en el contrato sexual, y violencia social en el contrato social. Voilà! Sólo la gracia renovada del sacramento es capaz de vencer la debilidad del ser humano pecador y levantarlo, desde el contrato matrimonial, hasta la santidad de Dios.