Sí, hijos míos, si pudiera describirles todas las consecuencias de un sacrilegio, ni uno de ustedes se atrevería a comulgar . Es narrado por san Godofredo, que era obispo de Amiens, que les había prohibido a los sacerdotes dar la absolución durante las fiestas de Pascua a todos los que habían comido carne durante la cuaresma. Un libertino, que era culpable de este delito, es decir que había comido carne, tomó el vestido de una mujer con el fin de engañar a su confesor. Este artificio le resulta, pero para su desgracia: porque cuando hubo recibido el cuerpo de Jesucristo, una fuerza invisible lo derribó, comenzó a espumar como una persona rabiosa, revolviéndose por tierra y murió en su furor. No, no, hijos míos, cualesquiera que sean los terrores que las comuniones indignas puedan poner en el corazón del hombre por los castigos espantosos que nos atraen, todavía no es nada si los comparamos a aquellos de los que Jesucristo hace caer sobre las almas; y estos castigos son ordinariamente, el endurecimiento durante la vida y la desesperación a la hora de la muerte. El buen Dios, en castigo de sus abominaciones, abandona a este desgraciado a su ceguera; el demonio, que le engañó durante su vida, se deja percibir sólo en el momento en que prevé que el buen Dios lo abandona; va de crimen en crimen, de sacrilegio en sacrilegio, acaba por no pensar más en eso y se traga la iniquidad como el agua; por fin, a pesar de todo el tiempo que tuvo y los socorros de la gracia, muere en el sacrilegio como vivió.
Aquí está un ejemplo muy sorprendente , narrado por un judío que se enteró de un sacerdote al que esto había ocurrido. El Padre Lejeune, cuando estaba en una misión cerca de Bruselas, narra un relato que dice tener de la boca del que fue testigo. Contaba que había cerca de una ciudad de Bruselas, una pobre mujer devota que, a los ojos del mundo, cumplía perfectamente bien sus deberes de religión. La gente la consideraba como una santa; pero la pobre desgraciada escondía siempre un pecado vergonzoso que había cometido en su juventud. Después de agravarse por la enfermedad de la que murió, estaba como desvanecida por un momento, y habiendo recobrado el conocimiento, llama a su hermana que la servía, diciéndole: “Hermana, estoy condenada". Esta pobre chica se acercó a su cama y le dice: “hermana, usted sueña, despiértese y encomiéndese al buen Dios.” – “Yo no sueño en absoluto, le dice, sé bien lo que digo. Acabo de ver el sitio que se me ha preparado en el infierno". Su hermana corre prontamente para buscar al señor cura. Él no estaba allí. Su hermano, que era el vicario, vino rápidamente a su casa para ver a la pobre enferma. Y es de su propia boca, nos dice el Padre Lejeune, que me enteré sobre los detalles, durante una misión. Acompañándonos, nos mostró la casa donde estaba esta pobre mujer. A todos nos hizo llorar cuando nos contó: habiendo entrado en la casa, se acercó a la enferma: “¡Pues bien! Mi estimada, ¿qué vio que le pareció tan horroroso? ” – “Señor, le respondió, estoy condenada; acabo de ver el sitio que se me ha preparado en el infierno, porque en otro tiempo, había cometido tal pecado.” Ella lo reconoció delante de todos los que estaban en la habitación. “Entonces, hija, dígamelo en confesión, y le absolveré de eso.” – “Señor, le dice, estoy condenada.” – “Pero, le dice el sacerdote, usted todavía vive y está en el camino de la salvación; si usted quiere, le daré una carta firmada con mi sangre por la cual me obligaré, alma por alma, a ser condenado en su lugar, en caso de que usted lo fuera, si usted le quiere pedir perdón a Dios y confesarse.” – El sacerdote estuvo tres días y tres noches en llanto cerca de esta enferma, sin poderle convencer de hacer ni un acto de contrición, ni de confesarle. Al contrario, un momento antes de morir, renegó del buen Dios, renunció a su bautismo y se consagró al demonio… Oh mi Dios, ¡que desgracia! Esto les asombra, sin duda, que haya muerto así, pudiendo reparar tan bien la falta que había cometido. Para mí, esto no me asombra, porque el sacrilegio es el más grande de los crímenes, bien se merece estar abandonada por el buen Dios, por no haber aprovechado el tiempo, ni las gracias.
Sí, hijos míos, el sacrilegio es tan horrible, que parece imposible que los cristianos puedan ser culpables de tal crimen; y sin embargo, nada tan común.Echemos una ojeada sobre las comuniones, ¡cuántas veces no encontramos confesiones y comuniones hechas por respeto humano! ¡Cuántas por hipocresía, por costumbre! ¡Cuántos que, si la Pascua ocurriera sólo cada treinta años, así comulgarían!, ¡Ay! Cuántos otros, los que no se acercan a este tiempo tan precioso con penitencias; y los que se acercan sólo porque otros lo hacen, y no para agradar a Dios y alimentar su pobre alma. Prueba muy evidente, hijos míos, que estas confesiones y comuniones no valen nada, ya que no se ve en absoluto cambio en su manera de vivir. ¿Los vemos después de la confesión más dulces, más pacientes en sus penas y las contradicciones de la vida, más caritativos, más llevados a esconder y a excusar las faltas de sus hermanos? No, no, hijos míos, no es más cuestión de cambio en su conducta; ellos han pecado hasta ahora, y continúan… ¡Oh, desgracia espantosa, pero bien poco conocida por la mayoría de los cristianos! Oh mi Dios, ¿habrías pensado que tus hijos llegaran a tal exceso de furor contra ti? No, no, hijos míos, no es sin razón que se coloca un crucifijo sobre la mesa de la comunión, ¡ay! ¡Qué de veces es crucificado en la Mesa santa! Míralo bien, ¡Oh, alma!, tú que te atreves a plantar el puñal en este Corazón que nos ama más que a sí mismo. ¡Míralo bien!Es tu Juez, el que debe fijar tu morada para la eternidad. Sondee bien su conciencia: si usted está en pecado mortal, ¡Oh, desgraciado!, no se acerque a la Santa Mesa.
Sí, Jesucristo ha resucitado de la muerte natural, y no morirá más, pero esta muerte que usted le da con sus comuniones indignas, ¡Ah! ¿Cuándo acabará?¡Oh, qué larga agonía! Estando sobre la tierra, había sólo un calvario para crucificarlo; pero aquí, ¡tantos corazones, tantas cruces donde es atado! ¡ Oh paciencia de mi Dios, que grande eres, por sufrir tantas crueldades sin decir una sola palabra, ni siquiera para quejarte, siendo tratado tan indignamente por una criatura vil, por la cual sufrió ya tanto!
¿Quieren, hijos míos, saber qué hace el que comulga indignamente? Escúchenlo bien, con el fin de que ustedes puedan comprender la grandeza de su atrocidad hacia Jesucristo. Qué dirían, hijos míos, de un hombre cuyo padre fue conducido a un lugar para ser ejecutado a muerte, y no encontrándose allí palo de horca para amarrarlo, se dirija a los verdugos diciéndoles: No hay palo de horca, pero he aquí mis brazos, ¿les sirve para colgar de ahí a mi padre? Ustedes no podrían ver tal acción de barbarie sin estremecerse de horror. ¡Pues bien, hijos míos! Me atrevo a decirles que esto todavía no es nada, si lo comparamos con el crimen espantoso que comete el que comulga indignamente. En efecto, ¿cuáles son los beneficios que un padre hace a su hijo, si los comparamos con lo que Jesucristo hizo por nosotros? Díganme, hijos míos, si ustedes hicieran estas reflexiones antes de presentarse a la Mesa Santa, tendrían el coraje de ir allá sin examinar bien lo que van a hacer. ¿Se atreverían a ir, acaso, con pecados ocultos y disfrazados, confesados sin contrición y sin deseo de dejarlos?
He aquí lo que ustedes dicen al demonio, cuando son tan ciegos y tan temerarios: “No hay cruz, ni calvario como en otro tiempo; pero encontré algo que puede suplirlo.” – “¿Qué?", les dirá el demonio, totalmente asombrado de tal propuesta. – “Es, díganle, mi corazón. Estén preparados, voy a apoderarme de Él; Él les precipitó a los infiernos, vénganse a su gusto, degüéllenlo sobre esta cruz.” – ¡Oh mi Dios!, ¿podemos pensar en esto sin estremecernos de horror? Sin embargo, es lo que hace el que comulga indignamente. ¡Ah! no, no, el infierno en todo su furor jamás pudo inventar nada semejante. No, no, si hubiera mil infiernos para un solo profanador, esto no sería nada, si lo comparamos con la grandeza de su crimen. ¿Qué hace, nos dice san Pablo, el que comulga indignamente? ¡Ay! Este desgraciado, bebe y come a su juez y su juicio. Estaba bien visto, según las leyes, leerles a los criminales su condena, pero ¿alguien alguna vez ha visto hacerles comer su sentencia de condena, y al mismo tiempo, su condenación? ¡Oh desgracia espantosa! No está escrito en el papel el juicio de condena de los profanadores, sino en su propio corazón. A la hora de la muerte, Jesucristo descenderá, con una antorcha en la mano, en estos corazones sacrílegos, encontrará allí su Sangre adorable tantas veces profanada, que exigirá venganza. ¡Oh divino Salvador! ¿La ira y el poder de vuestro Padre será lo bastante poderosa para fulminar a estos infelices Judas en lo más hondo de los abismos?
Pues bien, hijos míos, ¿entendieron lo que es una comunión indigna, esa que confiesan con tan poca preparación, a la cuál dan menos cuidados que los que darían para el asunto más común y más indiferente? Díganme, hijos míos, para estar tranquilos como ustedes lo parecen, ¿están muy seguros que todas sus confesiones y sus comuniones han sido acompañadas por todas las disposiciones necesarias para ser buenas y hacer segura su salvación? ¿Detestaron bien sus pecados? ¿Los lloraron bien? ¿Hicieron penitencia bien? ¿Tomaron bien todos los medios que el buen Dios les inspiró para no recaer más? Vuelva, mi amigo, sobre sus años pasados, examine todas las confesiones y las comuniones que no han sido acompañadas por ninguna enmienda, ni que han sido un punto de cambio en su vida. Tome la antorcha en la mano, usted mismo, para ver el estado de su alma, antes de que Jesucristo mismo se lo muestre para juzgarle y condenarle para siempre. Estremézcanse, hijos míos, sobre esta gran incertidumbre de la validez de tantas confesiones y comuniones. Una sola cosa debe impedirles caer en la desesperación: es que usted vive, y que el buen Dios le ofrece su gracia para salir de este abismo cuya profundidad es infinita, y que para esto sólo hace falta el poder de Dios. ¡Ay, hijos míos!, ¡Cuántos cristianos que ahora arden en los infiernos, oyeron las mismas cosas que ustedes hoy entienden, pero no quisieron sacar provecho de eso, aunque su conciencia gritaba! Pero, ¡Ay! Quisieron salir de eso cuando no pudieron, y cayeron en los infiernos. ¡Ay! ¡Cuántos entre aquellos que me escuchan están en este número, y tendrán la misma suerte! Mi Dios, ¿Es posible conocer su estado y no querer salir de eso? – Pero, me dirán, ¿Quién se atreverá a acercarse a la Mesa Santa, y asegurar de que ha hecho alguna buena comunión en su vida? ¿Podremos levantarnos para ir a la Mesa santa? ¿No va aparecer una mano invisible que me rechace y me golpee de muerte? Mi amigo, para esto no le digo nada; sondee su conciencia, y vea en cual estado está; vea si saliendo de la Mesa santa usted se presentaría con confianza delante del tribunal de Jesucristo. Entonces, me dirán, vale más dejar de comulgar, que exponerse a un tal crimen. - Mi amigo, esta es una idea del tamaño del sacrilegio. No fue mi intención alejarle de la comunión santa, sino solamente hacerle abrir los ojos a los que están en este número, para reparar el pecado que cometieron, mientras es tiempo, y para llevar a los que tienen la esperanza de estar exentos de este crimen espantoso, a disposiciones más perfectas.
¿Qué debemos concluir, hijos míos, de todo esto? Que debemos hacer nuestras confesiones y nuestras comuniones como nos gustaría hacerlas a la hora de la muerte, cuando apareceremos delante del tribunal de Jesucristo , con el fin de que, haciéndolo bien siempre, tengamos el cielo como recompensa. Esto es lo que les deseo.
Santo Cura de Ars
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